CIUDADANÍA EN EL CIELO

 

 

CIUDADANIA EN EL CIELO

 

«Mas vuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Filipenses 3:20).

 

No puede haber comparación entre un serafín y un gusano. El uno se eleva, el otro se arrastra. Los cristianos tendrían que vivir de tal forma que fuera imposible compararlos con los que son del mundo. La comparación tendría que ser por contraste. No tendría que haber una gradación en escala; el creyente tendría que ser lo contrario de modo directo y manifiesto al no regenerado. La vida de un santo debería ser toda de arriba, e incomparable con la de un pecador. Deberíamos obligar a nuestros críticos no a confesar que las personas morales son buenas, y que los cristianos son un poco mejor; sino que el mundo es oscuridad y nosotros manifestamos la luz; y mientras el mundo está en manos del maligno, debería ser evidente que nosotros somos de Dios y vencemos las tentaciones del maligno.

 

Tan separados como los polos, como la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad, la pureza y el pecado, lo espiritual y lo carnal, lo divino y lo sensual. Si fuéramos lo que profesamos ser, deberíamos ser tan distintos del mundo como lo blanco de lo negro, o una oveja de un lobo. Por desgracia, la Iglesia está tan adulterada, que tenemos que rebajar su gloria, y no podemos exaltar su carácter como quisiéramos. «Los preciosos hijos de Sión, comparables al oro fino, son estimados como vasos de barro, obra de la mano del alfarero.» Nuestra ciudadanía está en los cielos. El hombre cuyo dios es el vientre y cuyo fin es destrucción debería sentirse reprobado por nuestro carácter generoso y noble.

 

Tendría que haber tanta diferencia entre el mundano y el cristiano como entre el cielo y el infierno, como entre la destrucción y la vida eterna. Tal como esperamos que al fin habrá una gran sima que nos separará de la condenación de los impenitentes, debería haber un ancho abismo entre nosotros y los impíos. La pureza de nuestro carácter debería ser tal que los hombres se dieran cuenta que pertenecemos a otra raza superior. Dios nos conceda, más y más, el ser claramente una generación escogida, un real sacerdocio, una nación santa, un pueblo peculiar, que mostremos las alabanzas de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.

 

Hermanos, esta noche os exhorto a la santidad, no por medio de los preceptos de la ley; no por los truenos del Sinaí, los peligros y castigos que pueden caer sobre vosotros si no sois santos; sino por los privilegios a los cuales habéis sido admitidos. Las almas bajo la gracia deberían ser instadas sólo por argumentos de la gracia. El azote es para la espalda del necio, pero no para los herederos del cielo. Por la honrosa ciudadanía que nos ha sido concedida, os rogamos que vuestra conducta sea celestial, y usaremos como argumento prevaleciente el que el Señor Jesucristo viene, y por tanto debemos ser como hombres que esperan la llega da de su Señor, haciendo servicio diligentemente para Él, para que cuando venga pueda decirnos: «Siervo bueno y fiel.» Sé que la gracia que está en vosotros contestará en abundancia este ruego.

 

Nuestro texto es «Nuestra ciudadanía está en los cielos». Una versión del texto da esta paráfrasis: «Pero nos conducimos como ciudadanos de los cielos, considerándonos como ciudadanos de la Nueva Jerusalén, y sólo extranjeros y peregrinos en la tierra.»

 

I. La primera idea que sugiere el versículo es ésta: si nuestra ciudadanía está en el cielo, nosotros somos forasteros aquí; somos extraños y extranjeros, peregrinos y advenedizos en la tierra, como lo fueron nuestros padres. En las palabras de la Sagrada Escritura: «Aquí no tenemos ciudad permanente», sino que «deseamos una patria mejor, a saber, la celestial». Permitidme ilustrar nuestra posición. Cierto joven fue enviado por su padre como empleado en el negocio de la familia a Norteamérica, y ahora vive en Nueva York. Es una fortuna para él que su ciudadanía sea británica; pero, aunque vive en Norteamérica y trabaja allí, con todo es un extranjero, y no pertenece a esta nación, afligida ahora por la guerra; (Esta comparación entre Inglaterra y Estados Unidos se hizo durante la guerra civil entre el Norte y el Sur de USA, cuando en Inglaterra habla paz) su ciudadanía sigue siendo la nuestra. Con todo, hay una línea de conducta que debe seguir en el país que le da cobijo; y debe procurar no infringir sus leyes.

 

Como nosotros somos extraños y visitantes en este mundo, hemos de recordar que hemos de comportarnos como tales, pero no hemos de quedarnos cortos en el cumplimiento de nuestros deberes. Una persona que hace negocios en Nueva York o en Boston, aunque sea ciudadano de Inglaterra, se ve afectada por el comercio y la situación económica de los Estados Unidos; cuando los negociantes de esta ciudad sufren, él también va a sufrir, y las fluctuaciones que afectan al mercado van a afectarle a él; tanto si hay prosperidad, como si el negocio se estanca. No pertenece a la otra nación, pero todo lo que ocurre allí le afecta; prospera si la nación prospera, pero sufre si ella sufre; no es un ciudadano, pero es un comerciante.

 

Y así nosotros en este mundo, aunque somos extraños y forasteros, compartimos los inconvenientes de la carne. No se nos concede ninguna excepción del destino común de la humanidad. Hemos nacido para padecer tribulaciones como los demás. Cuando hay hambre sufrimos hambre, cuando hay guerra estamos en peligro, expuestos al mismo clima, frío o calor; conocemos toda clase de males como conocen los ciudadanos de la tierra.

 

Procurando el bien del país como extraños y visitantes, tenemos también que recordar que nos corresponde ser discretos. Los extraños no pueden tramar nada contra el gobierno, ni meterse en la política del país del cual no tienen ciudadanía. Así un inglés en Nueva York ahora, tiene que callar; no hacer comentarios sobre el valor de los generales, la exactitud de los informes, el carácter del presidente. Esto sería muy poco juicioso. Tiene que dejar a los norteamericanos que rijan su país. Lo mismo nosotros en el mundo hemos de considerarnos peregrinos y advenedizos, sometiéndonos constantemente a los que están en autoridad, viviendo de modo ordenado y apacible, y según las órdenes del Espíritu Santo por medio del apóstol, «respetando a todos los hombres, temiendo a Dios y honrando al rey»; «sometiéndonos a toda ordenanza de los hombres por amor a nuestro Señor

 

No puedo decir que me deleito en los cristianos que se meten mucho en la política; temo las luchas de partidos como una prueba seria para el creyente, y me cuesta reconciliar nuestra ciudadanía celestial con las intrigas corrientes en la política. Cada uno ha de seguir su propio juicio, pero yo me considero como extranjero en esto incluso en mi propio país. Simplemente estoy pasando por esta tierra, y ser una bendición para ella en el tránsito, pero nunca uncirme al yugo de sus asuntos. Un inglés que se hallara en España puede que deseara que muchas cosas fueran diferentes de lo que son; dice: «Si fuera español, yo procuraría alterar esto y aquello, pero siendo inglés, dejo a los españoles que pongan en orden sus propios asuntos. Pronto estaré de nuevo en mi propio país. Entretanto, me abstengo de muchas cosas.»

 

Lo mismo los cristianos aquí; están contentos con dejar muchas cuestiones a un lado; como hombres tienen que amar la libertad, y no estar dispuestos a perderla incluso en un sentido inferior; pero esencialmente sus intereses son espirituales, y como ciudadanos procuran en favor de los intereses de la república divina a la cual pertenecen, y esperan el momento en que habiendo sobrellevado las leyes del país en su destierro, pasarán bajo la soberanía de Aquel que reina en la gloria, el Rey de reyes, y el Señor de señores. Si es posible, en tanto que depende de nosotros, hemos de procurar vivir apaciblemente con todos los hombres, y servir en nuestro día y generación, pero no edificando una morada para nuestra alma aquí, porque esta tierra ha de ser destruida cuando venga aquel día de fuego.

 

Y sabiendo que somos libres de muchas obligaciones referentes al Estado en el que vivimos, hemos de recordar que tampoco somos elegibles para sus honores. Un inglés no puede ser elegido presidente de los Estados Unidos. Tampoco gobernador. Tiene que renunciar a un montón de honores. Lo mismo el cristiano no es elegible para los honores del mundo. Si recibe aprobación del mundo, debe empezar a considerar si está haciendo algo que no sea apropiado para él como cristiano. «¿Qué he hecho mal -dice Sócrates- que este villano me alaba ahora?» Y así el cristiano debe decir: «¿Qué he hecho mal que el mundo ve lo que hago digno de elogio, que puede aplaudir, y por tanto es según sus gustos y parecer?»

 

Cristiano, nunca debes codiciar la estima del mundo; el amor de este mundo no es compatible con el amor de Dios. «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.» Trata sus sonrisas como amenazas, casi con desprecio. Está dispuesto a que se mofen más que a ser aprobado por el mundo, contando la cruz de Cristo como mayores riquezas que todos los tesoros de Egipto.

 

Oh, mundo perverso, sería un triste deshonor ser tu favorito. El hombre de este mundo se desespera para ser elevado a los sitios de honor, pero nosotros somos peregrinos aquí, ciudadanos de otro país. Cuando el papa envió a un conocido estadista protestante un presente de varios vasos de plata, éste los devolvió con esta respuesta: «Los ciudadanos de Zurich obligan a sus jueces a jurar dos veces al año que no han recibido presentes de príncipes extranjeros, por tanto, puede quedárselos.»

 

Más de dos veces al año el cristiano debería hacer la resolución de no aceptar las sonrisas de este mundo, y no rendir homenaje a su gloria. «Tememos a los griegos, incluso cuando nos mandan regalos.» Como los troyanos de antaño, podemos ser engañados por sus presentes, cuando no pueden someternos por las armas. Renuncia a la grandeza y honor de esta época pasajera. Di en la vida, lo que un cardenal dijo en su muerte: «Pompa vana y gloria del mundo, te aborrezco.» Pasa por la Feria de Vanidades sin comerciar; exclama a su incitación de «¿Qué quieres comprar?» Sólo compro la verdad.»

 

Cierto ministro, haciendo una colecta para una capilla, visitó a un rico mercader, el cual generosamente le dio cincuenta libras esterlinas. El buen hombre se disponía a salir con los ojos humedecidos por la liberalidad del comerciante; éste, que entretanto había abierto una carta y la leía, volvió a llamarle y le dijo: «Un momento, veo en esta carta que esta mañana he perdido un barco que valía seis mil libras.» El pobre pastor se vio perdido, porque pensó que le haría devolver el cheque, para recobrar por lo menos las cincuenta. En vez de ello lo que le dijo fue: «Déme este cheque», y tomando la pluma le escribió otro de quinientas libras. «Como mi dinero veo que se va muy rápido, será bueno asegurarse alguno, así que lo pondré en el banco de Dios.» El pastor, no podemos dudarlo, se quedaría asombrado de un trato así, pero esto es precisamente lo que el hombre tiene que hacer, si se considera aquí como un extraño y que su tesoro está en el cielo.

 

II. Nuestro consuelo aquí es recordar que, si bien somos extraños en la tierra, somos ciudadanos del cielo.

 

¿Qué significa ser ciudadanos del cielo? Primero, significa que estamos bajo el gobierno del cielo. Cristo es el rey del cielo y reina en nuestros corazones; las leyes de la gloria son las leyes de nuestra conciencia; nuestra oración diaria es: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.» Los decretos proclamados desde el trono de la gloria son recibidos por nosotros como decretos del Gran Rey y obedecidos alegremente. No estamos sin ley. El Espíritu de Dios rige en nuestros cuerpos mortales, la gracia reina a través de la justicia, y llevamos el yugo fácil de Jesús. Desearíamos que Él reinara en nuestros corazones como si fuera Salomón en su trono de oro. Somos tuyos, Jesús, y todo lo que tenemos; reina sin ningún rival.

 

Como ciudadanos de la Nueva Jerusalén, compartimos los honores del cielo. La gloria que pertenece a los santos beatificados nos pertenece, porque ya somos hijos de Dios, ya somos príncipes de sangre real; ya llevamos. la vestidura inmaculada de la justicia de Jesús; ya tenemos ángeles como servidores, santos como compañeros, Cristo como hermano, Dios como Padre, y una corona de inmortalidad como recompensa. Compartirnos los honores de la ciudadanía, porque hemos llegado a la asamblea festiva y a la Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo. «Amados, ahora somos hijos de Dios, y todavía no aparece lo que hemos de ser; pero sabemos que, cuando Él venga, seremos como Él es; porque le veremos como Él es.»

 

Como ciudadanos tenemos derechos comunes en toda la propiedad del cielo. Aquellas llanuras extensas de que cantamos son nuestras; nuestras las arpas de oro y las coronas de gloria, nuestras las puertas de perlas y los muros de crisolito; nuestro el azul del cielo de la ciudad que no necesita luz alguna del sol; nuestro el río del agua de vida, y las doce clases de frutos de los árboles plantados a la orilla del mismo; no hay nada en el cielo que no nos pertenezca, porque nuestra ciudadanía está allí. «Lo presente, lo venidero, todo es nuestro; y nosotros de Cristo; y Cristo de Dios.»

 

Y estando así bajo el gobierno del cielo, y compartiendo los honores y las posesiones, podemos gozar de todos sus deleites. ¿Se regocijan ellos sobre pecadores que nacen para Dios, hijos pródigos que regresan al hogar? Nosotros también. ¿Cantan las glorias de la gracia triunfante? Nosotros también. ¿Ponen sus coronas a los pies de Jesús? Los honores que tenemos también se los entregamos. ¿Se gozan en tl? También nos gozamos nosotros. ¿Triunfan, esperando el segundo advenimiento? Por la fe nosotros triunfamos de la misma manera. ¿Están esta noche cantando «Digno es el Cordero»? Nosotros estamos cantando lo mismo, no con notas tan gloriosas como las suyas, pero sí con corazones sinceros, con una música no tan espléndida, pero esperamos que sea sincera, porque el Espíritu nos da la música que tenemos, y el Espíritu les da las aclamaciones estruendosas delante del trono. «Nuestra ciudadanía está en los cielos.»

 

Hermanos, nos gozamos también de que, como resultado de ser ciudadanos, o mejor aún, como causa de ello, nuestros nombres están escritos en las listas del cielo. Cuando al fin se pasará lista, nuestros nombres serán leídos; porque donde está Pablo y donde está Pedro, donde están David y Jonatán, Abraham y Jacob, allí estaremos nosotros; fuimos nombrados con ellos en el propósito divino, contados con ellos en la compra en la cruz, y con ellos nos sentaremos para siempre en las mesas de los bienaventurados. Pequeños y grandes son conciudadanos y pertenecen a la misma familia. Los niños y los adultos todos están registrados, y ni la muerte ni el infierno pueden borrar nombre alguno.

 

Nuestra ciudadanía está en los cielos. No tenemos tiempo de extendernos más en este pensamiento. Juan Calvino dice de este texto: «Es una fuente abundante de muchas exhortaciones, que es fácil sacar del mismo.» Sin ser calvinistas, podemos poner nuestra pequeña capacidad aplicándola al tema y vemos que no puede ser agotado; es una fuente de gozo insondable.

 

III. Hemos de entrar ahora en el tercer punto, que es nuestra conducta como ciudadanos del cielo. La conducta ha de ser consecuente con nuestra dignidad de ciudadanos del cielo. Entre los antiguos romanos, cuando alguien proponía una acción impropia, bastaba una idea para rehusarla: «Romanus sum» («Soy ciudadano romano»). Sin duda, debería ser un fuerte incentivo para toda cosa buena si podemos decir que somos ciudadanos de la Ciudad Eterna. Que nuestras vidas sean conformadas a la gloria de nuestra ciudadanía. En el cielo son santos, y nosotros debemos serlo también, pues de otro modo nuestra ciudadanía es de mentirijillas. Ellos son dichosos, lo mismo nosotros hemos de gozarnos siempre en el Señor.

 

En el cielo son obedientes, y lo mismo debemos serlo nosotros, siguiendo las más leves indicaciones de la voluntad divina. En el cielo son activos, y lo mismo nosotros debemos, día y noche, alabar y servir a Dios. En el cielo son apacibles, y lo mismo debemos hallar descanso en Cristo y estar en paz incluso ahora. En el cielo se gozan contemplando la faz de Cristo, y lo mismo nosotros debernos siempre meditar en Él estudiando su hermosura, y deseando contemplar las verdades que Él nos ha enseñado. En el cielo están llenos de amor, y lo mismo nosotros, que, aunque somos muchos, somos un cuerpo, y cada uno miembro de los otros.

 

Delante del trono están libres de envidia y de pugnas, celos, emulación, mala voluntad, falsedad, ira; lo mismo deberíamos estar nosotros. Así como en un país pueden decir de un extranjero: Éste es inglés o es francés; tendría que ser lo mismo en cuanto a nosotros: «Ahí va un ciudadano del cielo, uno que está con nosotros y entre nosotros, pero no es de los nuestros.» Nuestra misma habla debería hacer posible que vieran cuál es nuestra ciudadanía. No deberíamos estar mucho tiempo entre extraños sin que se dieran cuenta de quiénes somos.

 

Un amigo mío una vez viajó por los Estados Unidos, y creo que fue a parar a Boston. No conocía a nadie, pero oyendo a un hombre hablar con un acento que conocía, pudo entablar amistad con un conciudadano suyo de Essex. Lo mismo tiene que haber un cierto acento en lo que decimos. Y así cuando nos encuentre un hermano debería poder decir: «Tú eres cristiano, porque sólo los cristianos hablan de esta manera.» «Tú también estabas con Jesús de Nazaret, pues se te conoce por el habla.» Nuestra santidad debería ser una contraseña que nos hace reconocibles a un extraño, como, según dicen los masones, son reconocibles por sus hermanos, aunque no los conozcan, tan sólo por su manera de estrechar la mano.

 

¡Oh, queridos amigos!, doquiera que vayamos no hemos de olvidar nuestra patria querida. En el otro extremo del mundo un inglés no olvida su risueña aunque imperfecta isla. Y del mismo modo, doquiera que estemos, nuestros ojos deben estar puestos en el cielo, el país dichoso en que no hay sombra alguna de falta; amamos al cielo y suspiramos esperando el día en que termine nuestro destierro y podamos entrar en nuestra patria para vivir allí para siempre. Dice Shenstone: «La manera de aumentar el amor a la patria de uno es residir durante un tiempo en un país extranjero.» Estoy seguro que los que decimos: « ¡Ay de mí que resido en Mesec, y habito en las tiendas de Kedar!», podemos añadir: «¡Quién me diera alas como de paloma, volaría yo y descansaría!»

 

IV. El texto dice: «Nuestra ciudadanía es en los cielos», y pienso cuando lo leo que podemos decir: «Mi comercio e intercambio es en los cielos.» Estamos comerciando en la tierra, pero, con todo, lo más importante de nuestro comercio es con los cielos. Compramos y vendemos chucherías de esta tierra, pero nuestro oro y nuestra plata están en los cielos. Estamos en comunión con el cielo, pero ¿en qué forma? Nuestro comercio con el cielo es por medio de la meditación; con frecuencia pensamos en Dios nuestro Padre, y Cristo nuestro hermano; y el Espíritu, el Consolador, nos lleva al deleite contemplativo, la asamblea festiva y la Iglesia de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo.

Hermanos, ¿no están nuestros pensamientos con frecuencia ardiendo dentro de nosotros cuando comerciamos con esta patria dichosa? Cuando he enviado los barcos de la comprensión y consideración a esta tierra de Ofir, llena de oro, y vuelven cargados de toda clase de cosas preciosas, mis pensamientos han sido enriquecidos, mi alma ha anhelado hacer el viaje a esta buena tierra. Lívido y tormentoso eres, oh mar de la muerte, pero de buena gana te cruzaría para entrar en la tierra de Havilá, en que hay polvo de oro. Sé que el que es cristiano nunca tendrá su mente muy lejos de esta patria mejor.

 

Y también, a veces, comerciamos con el cielo en nuestros himnos. Nos dicen que los soldados suizos en países extranjeros tienen una canción que se les ha prohibido cantar, porque les recuerda las bellezas de sus colinas. Si las oyen, se les presentan delante de los ojos los picos de nieve, los chalets de madera y las praderas gloriosas de los Alpes, donde anhelan estar, y acaban desertando de su puesto. Algunos de nuestros himnos nos hacen venir nostalgia. Parece como si los cánticos de los ángeles a veces se extravían y nos llegan a nosotros en forma de himnos que entonamos y devolvemos hacia arriba, al trono de Dios, por medio de Jesucristo.

 

Comerciamos con el cielo, espero, no sólo por medio de la meditación, los pensamientos y el canto, sino también por medio de la esperanza y el amor. Amamos esta patria mejor. El ciudadano de cada país siente este patriotismo: alemanes, escoceses, irlandeses. Nosotros tenemos también que amar a nuestro país. ¿No asciende nuestro amor hacia los cielos como una llama? Pensamos que no podemos decir todo el bien que deberíamos, y tenemos razón, porque no es posible exagerar. Hablamos de la tierra de Escol, y se nos hace la boca agua pensando en los racimos; como David, tenemos sed de beber del pozo que hay junto a las puertas; y tenemos hambre del trigo de la tierra. Nuestros oídos, cansados de las discordancias de la tierra, anhelan escuchar las armonías de los cielos; y nuestras lenguas entonar sus gloriosos cantos. Si amamos los cielos, lo demuestran nuestros tratos constantes con esta patria mejor.

Hermanos, los que viven en un país extranjero y aman a su país, siempre están contentos de recibir cartas de allí, y espero que nosotros tengamos mucha comunicación con la patria mejor. Enviamos nuestras oraciones que son cartas a nuestro Padre, y recibimos cartas de vuelta que son su bendita Palabra. Nos gusta también recibir periódicos de nuestro país. Y lo mismo nosotros recibimos la Biblia, que es el periódico del cielo y por tanto lo amamos. Los sermones que se nos predican son buenas noticias recibidas de allí. Los himnos que cantamos son notas por medio de las cuales hablamos a nuestro Padre de nuestro bienestar aquí, y por medio de los cuales Él susurra en nuestra alma su amor continuo. Todas estas cosas son y han de ser un placer para nosotros, porque nuestro trato es con los cielos.

 

Espero también que enviemos mucho a nuestra casa. Los que dejan el hogar para buscar nuevos horizontes, recuerdan a su madre en el hogar, y le envían cuanto pueden pensando en lo que hizo por ellos. Espero que estemos enviando muchas cosas al hogar. Queridos amigos, espero que como somos extraños aquí, no vamos a hacer nuestros tesoros aquí, donde podemos perderlos, sino que los enviemos tan pronto como podamos a nuestro propio país. Hay muchas maneras de hacerlo. Dios tiene muchos bancos; y todos ellos son seguros. Sólo tenemos que pensar en su Iglesia, o en servir a las almas que Cristo ha comprado con su sangre, o ayudar a sus pobres, o vestir a los que están desnudos, alimentar a los hambrientos. Éstas son maneras de incrementar nuestro comercio con los cielos.

 

V. El tiempo ha pasado. Hay una gran razón por la que deberíamos vivir como extraños y extranjeros aquí, y es que Cristo está viniendo. La Iglesia primitiva nunca lo olvidó. ¿No suspiraban y estaban deseosos del retorno de su Señor ascendido? Como las doce tribus, estaban velando día y noche en espera del Mesías.

 

Pero la Iglesia se ha cansado de esperar. Ha habido muchos falsos Profetas que nos han dicho que Cristo venía y no vino, y ahora la Iglesia piensa que no va a venir nunca; y empieza a negar, o a relegar al último plano la bienaventurada doctrina del segundo advenimiento de su Señor del cielo.

 

No creo que el hecho de que haya habido muchos falsos profetas deba hacernos dudar de la palabra veraz de nuestro Señor. El hecho de que haya habido frecuencia en las equivocaciones debe hacernos estar en guardia. Es como cuando un amigo está enfermo y el médico dice que su partida es inminente. Es posible que se haya equivocado. El enfermo está vivo todavía. Pero el que los médicos yerren no demuestra que el enfermo no vaya a morir uno de estos días. Lo mismo con los que anuncian la venida de Cristo. Yo no soy profeta. No voy a decir cuándo vendrá, si dentro de diez años o de cien. Me basta con vigilar en el año presente de 1862. No entiendo las visiones de Daniel ni de Ezequiel; me basta con la simple palabra que hallo en Mateo, Marcos, Lucas y Juan y las epístolas de Pablo.

 

No creo que muchas almas se hayan convertido por exquisitas disertaciones sobre la batalla de Armagedón. No niego que el profetizar pueda ser provechoso, pero dudo que lo sea para los oyentes. Me parece que lo es más para los que publican obras sobre el tema. La gente bebe los vientos por conocer el futuro, y algunos tratan de satisfacer este anhelo. Es mejor que el futuro se vaya desdoblando por su propia cuenta.

 

No conozco el futuro ni pretendo saberlo. Predico, sin embargo, que Cristo va a venir porque lo encuentro en cien pasajes. Las Epístolas de Pablo están llenas del advenimiento, y lo mismo las de Pedro y las de Juan. Los mejores santos siempre vivieron con la esperanza del adviento. Tampoco voy a introducir discusiones sobre premilenarismo o postmilenarismo ni nada semejante. Me basta con saber que P-1 viene, y «a la hora que no pensáis». Puede aparecer esta noche. Por tanto tenemos que estar siempre vigilando. Todas las posesiones materiales carecerán de valor cuando M venga; sólo los justos serán ricos y los píos grandes, por lo que conviene que os hagáis vuestro tesoro arriba, donde no va a desaparecer.

 

Creo que la Iglesia haría bien si viviera siempre como si Cristo tuviera que venir en el día de hoy. Estoy convencido que lo mejor es que vivamos como si tuviera que venir hoy, ahora, y que la Iglesia obre como si su Señor estuviera a la vista, velando y orando. Dejemos en paz las últimas copas del Apocalipsis y llenemos la nuestra con olor suave y ofrezcámosla al Señor. Puedes pensar en la batalla de Armagedón si quieres, pero es más importante que no te olvides de luchar la buena batalla de la fe. No te preocupes de precisar el momento de la destrucción del Anticristo; vé y destrúyelo tú mismo, luchando con él cada día, con ello estás apresurando la venida del Hijo del Hombre; y que éste sea a la vez tu consuelo y tu estímulo a la diligencia, que el Salvador vendrá pronto desde el cielo.

 

Creo también que los extranjeros que estamos aquí presentes -y espero que somos muchos- tenemos que pensar que estamos en las condiciones del marinero encallado en una isla extraña, que ha salvado algo del naufragio y construido una cabaña, y procura hacerse la vida lo menos desagradable posible. Cada mañana mira al mar esperando ver una vela, cada noche enciende un fuego para que su presencia sea visible aun a través de la oscuridad.

 

Es ésta la manera en que hemos de vivir. Hemos oído de un santo que abría la ventana cada mañana cuando se levantaba, para ver si Cristo había venido; algunos pensarán que esto es fanatismo, pero es mejor excederse en el entusiasmo que dejarse arrastrar por las cosas terrenales. Sería bueno que miráramos cada noche y encendiéramos el fuego de la oración, para que sea visible si los navíos del cielo pasan cerca, y que puedan caer bendiciones sobre nosotros, extranjeros, que tanto necesitamos. Esperemos pacientemente hasta que el convoy del Señor nos haga subir a bordo, y nos lleve a la gloria y esplendor del reino de Cristo. No nos agarremos con mano demasiado firme a la cabaña, porque nos espera una tierra mejor, donde están nuestras posesiones, y donde viven nuestro Padre y nuestros hermanos.

 

Bien dijo el poeta:

 

Escenas bienaventuradas, Hacia vosotras avanzo, Hacia vosotras progreso, Cruzando un mar bravío De olas encrespadas.

 

Queridos amigos, puedo aseguraros que uno de los más dulces pensamientos que conozco es que me reuniré con vosotros en el cielo. Hay muchos de los miembros de esta iglesia cuya mano apenas puedo estrechar una vez al año; pero tendremos tiempo abundante cuando estemos en el cielo. Vais a conocer a vuestro pastor en el cielo mejor de lo que le conocéis ahora. Él os ama ahora, y vosotros le amáis a él. Tendremos entonces mucho tiempo para contar nuestra experiencia de la gracia divina, y alabar a Dios juntos, y cantar juntos y gozarnos juntos sobre Él, por medio del cual plantamos, sembramos y que dio el crecimiento.

 

Pero no todos nos reuniremos en la gloria; no todos, a menos que os arrepintáis. Algunos de vosotros vais con certeza a perecer, a menos que creáis en Cristo. ¿Por qué hemos de dividirnos? ¿Por qué no hemos de estar todos en el cielo? «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.» «El que cree y es bautizado será salvo, pero el que no cree ya es condenado.» Confía en Cristo, pecador, y el cielo es tuyo y mío, y estamos seguros para siempre. Amén.

 

 

(Tomado del libro «Sermones sobre la Segunda Venida. C. H. Spurgeon »)

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Comentarios: 3
  • #1

    Laura (jueves, 24 junio 2010 22:16)

    Hermanos que ese sea el anhelo de nuestro corazón, que tengamos siempre la vista puesta en Jesús y que prosigamos la carrera, sabiendo que el que empezó la buena obra, la terminará.
    AMEN

  • #2

    Nomada (viernes, 09 julio 2010 20:36)

    Gracias amados por este articulo, ojala mucha gente tomara el tiempo de leerlo, es precioso, que Dios siga usando esta pagina para alcanzar almas y bendecir a la iglesia. Amen

  • #3

    miguelmunoz2010@gmail.com (martes, 11 junio 2013 00:23)

    Gloriosa esperanza en Cristo;Sí Señor ven pronto por tu iglesia amada.

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