¿QUIÉN ME LIBRARÁ?

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¿Quién me librará?


¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay allí médico? ¿Por qué, pues, no hubo medicina para la hija de mi pueblo?” (Jer. 8:22).

 

Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones. He aquí nosotros venimos a ti, por que Tú eres Jehová, nuestro Dios” (Jer. 3:229

“Sáname, oh Jehová, y seré sano”(Jer.17:14)

 

“¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro (…) Por que la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 7:24 y 25; 8:2).

 

 

  Durante unas de nuestras convenciones, un caballero me llamó para pedirme consejo y ayuda. Evidentemente era un cristiano sincero y bien instruido. Durante algunos años, él había estado en un ambiente sumamente difícil, tratando de testificar de Cristo. El resultado fue que se sentía fracasado e infeliz. Se quejaba de que no sentía deseo de leer la palabra de Dios, ni gozo en ella, y que, aunque oraba, sentía como si su corazón no estuviera puesto en la oración. Si él hablaba con algunos o les daba folletos, lo hacia únicamente por cumplir con su deber. Ciertamente, deseaba ser lleno del Espíritu de Dios, pero cuanto más lo buscaba, tanto más lejos parecía estar. Finalmente considero su caso perdido…

 

  Yo entonces le respondí que  su frustración y fracaso se debía a que estaba viviendo bajo la ley, y no bajo la gracia. Le señale el completo contraste que hay entre la ley y la gracia: la ley demanda, la gracia otorga. Esto es, la ley carga, abate y condena; la gracia consuela, fortalece y da alegría. La ley apela a nuestro ego para que hagamos lo sumo; la gracia señala hacia Cristo para que Él lo haga todo. La ley exige esfuerzo y fatiga, y nos insta a que sigamos hacia una meta que nunca podremos alcanzar; la gracia, en cambio, obra en nosotros toda la bendita voluntad de Dios.

 

  Le expliqué a este hombre que, en vez de esforzarse contra todo su fracaso, primero debía reconocerlo plenamente y, luego, hacer frente a la realidad de su propia incapacidad cuando Dios había estado tratando de enseñarlo. Es con una esta confesión de fracaso y de incapacidad, que él debía de postrarse delante de Dios. Allí aprendería que, a menos que la gracia lo liberara y le diera fortaleza, nunca podría hacer nada mejor de lo que había hecho. Pero que la gracia en verdad haría todo lo necesario a favor de él. En definitiva, le dije que tenia que salirse de  debajo de la ley y de si mismo y de su esfuerzo, y tomar su lugar bajo la gracia, permitiendo que Dios hiciera todo.

 

  Posteriormente, volví a encontrarme con este hombre, y me dijo que mi diagnostico había sido correcto, si bien no había encontrado aún la forma de vivir únicamente por gracia, sin dejar de pensar en sus propios esfuerzos. Su tendencia a la desesperación seguía latente…

 

  En verdad, no tenemos una fuerza de voluntad que, con una sola resolución, nos haga dar la vuelta y cambiar nuestros hábitos. La presión de nuestra responsabilidad diaria es tan grande que nos impide dedicar tiempo para orar más. Por consiguiente, no sentimos en la oración un gozo real que nos capacite para perseverar. Nuestras oraciones en ves de ser un gozo y una fortaleza, son una fuente continua de duda y de condenación para nosotros mismos.

 

  A veces hemos lamentado y confesado nuestra falta de oración, y hemos resuelto hacerlo mejor, pero no esperamos la respuesta, pues nos vemos cómo pudiera ocurrir un gran cambio.

 

Mientras prevalezca este espíritu, habrá muy poca esperanza de mejorar. El desanimo trae la derrota…

 

  Por el contrario, las promesas de la Biblia son promesas claramente de esperanza: existe solución a nuestro problema.

 

  A saber, nuestra solución es acudir a Dios con oración personal, y con fe de que habrá respuesta personal. Incluso ahora mismo tenemos que comenzar a clamar con respeto a la falta de oración, y creer que Dios nos ayudará: “Sáname, oh Jehová, seré sano”.

 

  Siempre es importante distinguir entre los síntomas de una enfermedad y la enfermedad misma. La fragilidad y el fracaso en la oración constituyen una señal de la fragilidad en la vida espiritual. Si un paciente le pidiera a un médico que le prescribiera algo que le estimulará el pulso débil, el médico le diría que esto no le haría ningún bien, ya que el pulso es un índice del estado del corazón y de todo nuestro organismo.

 

  Del mismo modo, nuestra vida de fe es el pulso del sistema espiritual, el cual pide en evidencia nuestra salud y vigor. De ahí que todo el que quiera orar de manera mas fiel y eficaz, tendrá que aprender de toda su vida espiritual esta enferma y que necesita restauración. Entonces, cuando sea consiente de su enfermedad de su enfermedad espiritual, verá la necesidad de un cambio radical en toda su vida.

 

Dios nos creó de tal modo que el ejército de toda función saludable nos trae gozo; y la oración tiene el propósito de ser tan sencilla y natural como la respiración o el trabajo de un hombre. En otras palabras, la renuncia que sentimos, y el fracaso que confesamos, constituyen la propia voz de Dios que nos llama a que reconozcamos nuestra enfermedad y acudamos a Él en busca de la sanidad que nos ha prometido.

 

  ¿Y de que enfermedad es síntoma la falta de oración? Sencillamente, nuestra enfermedad es que seguimos bajo la ley, y no bajo la gracia.

 

  Un verdadero creyente en Cristo puede estar viviendo parcialmente bajo la ley, aunque posea algo de la gracia. Así, trata de hacer con sus propias fuerzas lo que solo la gracia puede hacer por él.

 

Con mucha frecuencia, la razón de este error se halla en el significado limitado que le damos ala palabra “gracia”. Como limitamos a Dios mismo mediante nuestros pensamientos pequeños o incrédulos acerca de Él, así limitamos su gracia. Nos hemos quedado con el pensamiento de que la gracia perdona y salva, pero no hemos reparado en el hecho de que la gracia también santifica.

 

  “…mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia (…) ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera” (Ro. 5:17; 6:1).

 

  Lo que Pablo intentaba decirnos con estas palabras es que ciertamente la gracia no es el perdón de los pecados, sino el poder sobre el pecado. La gracia toma el lugar que el pecado tenía en la vida. Así como el pecado había reinado con el poder de la muerte, la gracia se propone reinar con el poder de la vida de Cristo. A esta gracia se refirió Cristo cuando dijo: “Bástate mi gracia” (2 Co. 19:2).

Y pablo le respondió:

 

  “Por tanto de buena gana me gloriaré más bien mis debilidades, para que repose sobre mi el poder de Cristo (…) por que cuando soy débil, entonces soy fuerte” (vs. 9 y10).

 

  Es decir, cuando estamos dispuestos a confesar nuestra absoluta incapacidad e impotencia, su gracia viene a obrar todo en nosotros:

 

  “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Co. 9.8).

 

   A menudo encontramos a una persona que busca a Dios y su salvación; ésta ha leído mucho la Biblia y, sin embargo, nunca ha visto la verdad  de una justificación por la fe libre, plena e inmediata. Pero tan pronto como sus ojos se abrieron, y la aceptó, se sorprendió de hallarla por todas partes. Incluso muchos creyentes, que sostienen la doctrina de la gracia gratuita en cuanto ésta se aplica al perdón, nunca han comprendido el maravilloso significado de la gracia en su plenitud.

 

La gracia se propone producir toda nuestra vida en nosotros, y darnos realmente fuerza en cada momento para lo que el Padre quiera que nosotros seamos y hagamos.

 

  En definitiva, nuestra falta de oración se debe a una enfermedad que nos afecta; y la enfermedad no es otra que el hecho de que no hemos aceptado en nuestra vida diaria la salvación plena que se expresa con las siguientes palabras:

 

  “pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Ro.6:14).


Más delante, Pablo nos ofrece un cuadro de la vida del creyente bajo la ley. Esta vida termina con una amarga experiencia y una respuesta esperanzadora:

 

  “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”.

 

  Lo cual indica que hay liberación de una vida que había estado cautiva de los malos hábitos contra los había luchado en vano.

 

  La liberación la realiza el Espíritu Santo al conceder la experiencia plena de lo que puede en nosotros hacer la vida de Cristo:

 

  “Porque la ley del Espíritu de Cristo Jesús me ha librado de ley del pecado y de la muerte”.

 

  La ley de Dios sólo podía entregarnos al poder de la ley del pecado y de la muerte. La gracia de Dios puede llevarnos a la libertad del Espíritu y mantenernos en ella. El Espíritu de  vida en Cristo puede librarnos de nuestro continuo fracaso en la oración, y con esto capacitarnos también para andar como es digno del Señor, agradándole en todo.

 

  Debo añadir, para estimulo de todos, que el caballero de quien hablé al principio de este capítulo, me escribió una carta desde Inglaterra comunicándome que finalmente descubrió que la gracia del Señor es suficiente comprendió y reclamó el descanso de la fe al confiar en Dios para todo.

 

  Y es que tan universal y de amplio alcance como es la demanda de la ley y del reino del pecado es la provisión de la gracia y el poder por medio del cual nos hace reinar en vida. 

 

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