ESCRITOS POR ANDREW MURRAY

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ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A VIERNES 08 DE JUNIO DE 2012

 

“ En la quietud del alma ” 

 

 

“En descanso y en reposo

seréis salvo en quietud

y en confianza será

vuestra fortaleza”.(Isaías 30:15)

 


Hay quienes creen que para permanecer en Cristo es necesario hacer algo por nuestra parte. Sin embargo, la Biblia nos dice lo siguiente:

 

“Guarda silencio ante Jehová, y espera en Él” (Sal. 37:7).

“Solamente en Dios descansa mi alma” (Sal. 62:1).

 

Y es que, si acaso queremos cooperar con Dios, no debemos hacerlo como socios activos, sino como subordinados suyps que somos. Porque si el mismo Jesús dependía enteramente del Padre para hacer las cosas, ¿cuánto más dependemos nosotros?Así, cuando cesamos en nuestro esfuerzo personal, la fe nos asegura que Dios hace lo que ha emprendido y obra con nosotros.

 

Y lo que Dios hace es renovar, santificar y despertar nuestras energías a su más alto potencial. De modo que, en proporción al grado en que nos entregamos a nosotros mismos como instrumentos pasivos en la mano de Dios, somos usados por Dios activamente, Él alma en la cual esta maravillosa combinación de perfecta pasividad con la más intensa actividad se realiza del modo más completo tiene la experiencia más profunda de lo que es la vida cristiana, la cual ha de comenzar precisamente con esta quietud del alma; sólo en ella podemos cultivar la capacidad del Espíritu para ser enseñados…

 

“Alma mía, reposa en silencio solamente en Dios, porque de Él procede mi esperanza” (Sal.57:5)

 

Hay dos Marías en la Biblia que representan muy bien el espíritu de sumisión y quietud que debiera precedernos… La primera fue la madre de Jesús, quien dio una respuesta extraordinaria a la revelación más maravillosa de la historia:

 

 “He aquí la sirvienta del Señor; sea hecho en mí conforme a tu palabra” (Lucas 1:38)

 

Y de la cual, se ha dicho:

 

“Y María guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lucas 2:19)

 

La otra María era la que estaba sentada a os pies de Jesús y escuchaba su palabra; la única que ungió a Jesús antes de su muerte con perfume de nardos y lágrimas.Aprendamos que nuestra mayor obra es escuchar y creer lo que Dios promete; mirar y esperar y ver lo que Él hace y, luego, por la fe, adoración y obediencia, dejar paso para que el Padre obre sus grandes hechos en nosotros.

 

La quietud es fuerza, la quietud es la fuente de la más alta actividad, el secreto de todos los que verdaderamente permanecen en Cristo. Procuremos aprenderlo y vigilemos contra todo lo que interfiera en ello, pues los peligros que amenazan al descanso del alma no son pocos…

 

Cada uno tiene su llamamiento divino y, dentro del círculo señalado por Dios mismo, el interés en nuestra obra y lo que comporta es una deber. Pero incluso aquí, el cristiano necesita ejercitar vigilancia y sobriedad.  Y aun más, necesitamos una santa templanza respecto a las cosas que nos son impuestas de un modo absoluto por Dios. Esto es, si permanecer en Cristo es realmente nuestro primer objetivo, debemos vigilar toda algarabía innecesaria, a fin de percibir los suaves murmullos del Espíritu Santo.

 

No menos perjudicial es el espíritu de temor y de desconfianza en las cosas espirituales; con su aprensión y sus esfuerzos, nunca consigue realmente oír lo que Dios tiene que decir. Sobre todo, hay intranquilidad cuando buscamos a nuestro modo y con nuestra propia fuerza la bendición espiritual que viene sólo de arriba.

 

 El corazón ocupado con sus planes y esfuerzos para hacer la voluntad de Dios y asegurar la bendición de permanecer  en Jesús está destinado a fracasar continuamente. La obra de Dios es impedida por nuestra interferencia.  O, lo que es lo mismo, Dios puede obrar de modo perfecto en nosotros sólo cuando el alma cesa su propia obra y le honra esperando que Él obre tanto el querer como el hacer.

 

Por todas estas razones, ¡Bienaventurado el hombre que aprende la lección de quietud y plenamente acepta la Palabra de Dios! Éste no osa empezar a leer la Biblia o a orar sin antes hacer una pausa y esperar, hasta que el alma es acallada ante la presencia de Su Eterna Majestad.Y bajo este sentido de proximidad divina, el alma, sabiendo que el yo está siempre dispuesto a hacer valer sus derechos, e irrumpe incluso en lo más santo con sus pensamientos y esfuerzos, se entrega en quietud a las enseñanzas y obra del Espíritu Santo.

 

Una vez más repito: es en esta calma y sosiego del alma que la vida de fe puede echar raíces profundas, que el Santo Espíritu puede dar sus benditas enseñanzas y que el Padre Santo puede realizar su gloriosa obra.  

 

Que cada uno de nosotros aprenda a decir cada día: “Verdaderamente mi alma está en silencio ante Dios”.  Y que todo sentimiento de dificultad para alcanzarlo  nos conduzca simplemente a esperar y confiar más en Aquel cuya presencia vuelve la tempestad en calma.

 

ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A VIERNES 01 DE JUNIO 2012

 

 

Un modelo de intercesión

 

“Les dijo también: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: ‘Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante´;

Y aquel, respondiendo desde adentro, le dice: ´No me molestes…    no puedo levantarme, y dártelos´?
os digo que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite´.  (Lc.11:5-8)

“Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás.  Los que os acordáis de Jehová no reposéis, ni le deis tregua…” (Is. 62: 6 y 7).

 

Ya hemos visto el poder que tiene la oración: .es el único poder sobre la Tierra que da órdenes al poder del Cielo.  La Tierra que da órdenes al poder del Cielo.  La historia de los primeros días de la Iglesia nos sirve de modelo.
 

Ahora debemos dar un paso más… A saber, si queremos ser liberados del pecado de la oración restringida, hemos de ensanchar nuestros corazones para la obra de intercesión.


Esta obra a favor de otros estimulará nuestra fe, nuestro amor y nuestra perseverancia.  Por todo ello, la intercesión es la forma de oración más perfecta. Cristo vive, precisamente, en su trono para interceder en oraciones por nosotros. Aprendamos, pues, cuáles son los elementos de la verdadera intercesión.


En primer lugar, la intercesión tiene su origen en una necesidad urgente.  Tenemos que abrir los ojos y el corazón para ver las necesidades de los que nos rodean.  Luego, es menester un amor dispuesto a darse a los demás, tomar las necesidades de los otros y hacerlas suyas.


Con todo, es posible trabajar mucho de manera fiel y sincera a favor de nuestros semejantes y, no obstante, no sentir verdadero amor hacia ellos. Como dijo Pablo: “ Si yo repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres (…) y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor. 13: 3)

El verdadero amor tiene que orar; o lo que es lo mismo, el genuino amor nace de la oración.


Tal amor pronto nos constreñirá a ver nuestra impotencia e incapacidad de ayudar a quienes nos necesitan.

Nos daremos cuenta de que para salvar a los hombres del pecado se necesita un poder y una vida sobrenaturales.

Es entonces cuando no nos queda más remedio que acudir a Aquel que puede hacer todas las cosas y, en fe,  suplicarle que ayuda a aquellos que nosotros no podemos ayudar a pesar de nuestro amor.

Tal fue la parábola del amigo de la medianoche que, como no tenía con qué sustentar a su otro amigo necesitado, acudió al amigo más aventajado para pedirle pan (véase Lucas 11: 5-13).

 

Se requiere además, en muchos casos, una importunidad que prevalezca. El amor que abrió su casa a la medianoche y luego salió a buscar ayuda, tiene que vencer.


Ésta es, de hecho, la lección central de la misma parábola del amigo de la medianoche.  A saber, en nuestra intercesión podemos hallar que hay dificultad y demora en la respuesta. En contra de todas las apariencias, no es fácil aferrarnos a nuestra confianza de que Dios nos oirá y luego, continuar perseverando con plena certidumbre de que tendremos lo que pedimos.  Aun así, esto es lo que Dios desea de nosotros.  Él aprecia altamente nuestra confianza en su Persona, lo cual es esencialmente el más alto honor que la criatura puede rendir al Creador. Por tanto, Él hará cualquier cosa para entrenarnos en el ejercicio de esta confianza.

Si sólo creemos en Dios y en su fidelidad, la intercesión será el primer lugar al cual acudiremos para refugiarnos cuando busquemos bendiciones para otros.  Y será lo  último para lo cual no podamos hallar tiempo…


Confesemos a Dios nuestra falta de oración.  Por falta de oración. Por fe en el Señor Jesús, quien pronunció esta parábola y espera que cada uno de sus rasgos se verifiquen en nosotros, entreguémonos a Él para ser intercesores. Que cada vez que veamos almas que necesites ayuda, que todo impulso del espíritu de compasión, que todo sentido de reconocer nuestra propia incapacidad para bendecir, que toda dificultad en el camino por el cual se recibe la respuesta a la oración, sean elementos que se combinen sólo para impulsarnos a hacer una cosa: clamar con importunidad a Dios, quien puede y quiere ayudarnos.


Si en verdad sentimos que hemos fracasado hasta ahora en la vida de intercesión, no nos desesperemos, sino hagamos lo mejor que podamos para enseñar a la nueva generación a fin de que se aprovechen de nuestros errores y los eviten. Acaso Moisés no pudo entrar en la Tierra de Canaán, pero hubo una cosa que sí pudo hacer:

“ Y manda a Josué, y anímalo, y fortalécelo” (Deut. 3:28)

Es decir, no es demasiado tarde para que nosotros corrijamos nuestro fracaso o, por lo menos, animemos a los que vienen detrás de nosotros, para que entren en la buena tierra, en la vida bendita de la oración incesante.


Y bienaventurado será el hombre que no se tambalee por la demora, el silencio o la aparente negativa de Dios, sino que permanezca fuerte en la fe y le dé a Dios la gloria. Tal fe que persevere, importunamente, si es necesario, no podrá dejar de heredar la bendición…


 


ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A VIERNES 3O DE MARZO DE 2012


 

“ La seguridad de la contestación

  a la oración” 


 

“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad  y se os abrirá.  Porque todo aquel que pide,
recibe; y el que busca, halla; y al que  llama, se le abrirá”.
(Mateo 7:7 y 8)


“Pedid y no recibís, porque pedís mal”  (Santiago 4:3)

 



En el Sermón del Monte, el Señor vuelve a hablarnos con insistencia acerca de la oración, y desea estampar en nuestras mentes esta verdad: que podemos, debemos y tenemos que esperar muy confiadamente una contestación a nuestra súplica.  Y es que, siguiendo en importancia a la revelación del amor del Padre, no existe en todo el curso de la escuela de la oración una lección de mayor importancia que ésta: “...todo aquel que pide, recibe”.


Que el Señor haya estimado necesario repetir en tantas formas - pedid, buscad, llamad - La misma verdad es una lección de profundo significado. Demuestra que Él conoce nuestro corazón, cuán natural en nosotros son la duda y la desconfianza y cuán fácilmente nos inclinamos a tomar por entendido que la oración es un trabajo religioso aún sin contestación.  El Señor bien sabe también que aún cuando creemos que Dios escucha la oración, no obstante, esta clase de oración de plena y vigorosa fe, que se aferra a las promesas, es espiritualmente demasiado elevada y difícil para un discípulo apocado y temeroso.

Así, en los mismos comienzos de su instrucción para quienes desean aprender a orar, Cristo procura fijar esta verdad en lo profundo de sus corazones. Ésta es la ley fija y eterna del Reino:
“pedid, y se os dará”

Por consiguiente, si pedimos y no recibimos, tiene que  ser porque hay algo erróneo en nuestra forma de orar.
“Pedid , y se os dará`; Cristo no tiene en toda su escuela un estímulo más potente para la perseverancia en la oración que éste.  Tengamos pues, cuidado de no debilitar la Palabra con nuestra sabiduría humana, sino que, cuando Cristo nos declare cosas celestiales, creámosle, y su Palabra se explicará a aquel quien la crea plenamente.

No tenemos que sentarnos en esa inercia que se titula a sì misma `resignación ` y suponer que la voluntad de Dios es no contestarnos. Con todo, a la naturaleza carnal le es mucho más fácil someterse sin la contestación, que entregarse para ser escudriñada y purificada por el Espíritu hasta que haya prendido a orar la plegaria de la fe.

Fue en su contestación a la oración que los santos de la antigüedad aprendieron a conocer a Dios como el Dios viviente y fueron movidos e inspirados a rendirle alabanza y amor (véase Salmo 34; Salmo 116:1). Igualmente hoy, Dios enseñará a los que sean aptos para ser enseñados, y a los que le den el tiempo necesario, por su Palabra y por su Espíritu, si su petición está de acuerdo con su voluntad o no.  Retiremos la petición, si no estuviera de acuerdo con el pensamiento de Dios, o sigamos perseverando hasta que llegue la contestación; porque ciertamente, el objetivo de toda oración es obtener respuesta.

En última instancia, es en la oración y en su respuesta que tiene lugar el intercambio de amor entre el Padre y sus hijos.

No obstante, una de las terribles señales de la condición enfermiza de la vida cristiana de nuestros días es que hay muchos que se contentan sin la experiencia clara y positiva de la respuesta a su oración.

Nuestra única solución es, pues, que acudamos a Jesús como Maestro, a fin de que seamos sus alumnos en la escuela de la oración.  Entonces, si recibimos sus palabras con sencillez y confiamos en Él, que por su Espíritu las hará en nosotros vida y poder, penetrarán de tal manera en todo lo íntimo de nuestro ser que la realidad divina y espiritual de la verdad que contienen tomará posesión de nosotros y no estaremos contentos hasta que cada petición que ofrezcamos sea llevada hacia el Cielo sobre las mismas palabras de Jesús: “Pedid y se os dará”.

Hermanos, tomemos estas palabras exactamente como fueron dichas. No permitamos que la razón humana debilite su fuerza.  Tomémoslas así como Jesús nos las da, y creámoslas.  Él nos enseñará con el tiempo a comprenderlas; pero primeramente creámoslas implícitamente. Finalmente, si retenemos firmemente la Palabra que se nos da en este día, Cristo nos enseñará a orar con poder y convicción en su segura respuesta.

Señor,  enséñanos a orar... “Querido Señor, enséñanos a comprender y a creer lo que Tú ahora nos has prometido con toda claridad: que la oración puede y tiene que esperar una contestación.  Ésta es la verdadera comunión de un hijo con su Padre, Amén”.

 


 

 

ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A VIERNES 09 DE MARZO DE 2012


 La humildad y la exaltación


“Cualquiera que se enaltece será humillado,
y el que se  humilla será exaltado” (Lucas 14:11)
 

“ Humilláos delante del Señor, y Él os exaltará” (Santiago 4:10)
 

“ Humilláos, pues, bajo la poderosa mano de Dios,
 para que Él os exalte a su tiempo” (1 Pedro 5:6)

 

Necesariamente, después de todo lo expuesto, la pregunta final es: ¿Cómo podemos vencer el orgullo? A saber, es menester dos cosas:  en primer lugar, debemos humillarnos ante Dios, y luego confiar en que Él nos exaltará.


Se trata de que usemos cada oportunidad que se nos presenta para humillarnos delante de Dios y de los hombres. Así, ya sea en la fe de la gracia que ya está obrando en nosotros, en la seguridad de más gracia para la victoria que se acerca, ante la luz que la conciencia vierte sobre el orgullo del corazón y sus operaciones, a pesar de todos los fracasos y fallos que puedan haber, mantengámonos firmes, que la orden no varía: humillémonos.


Esto es, aceptemos con gratitud todo lo que Dios permite, de dentro o de fuera, de amigo o de enemigo, en la naturaleza o en la gracia, que todo ello nos recuerde la necesidad de humillarnos y nos ayude a ello. Consideremos que la humildad es verdaderamete la virtud madre, nuestro primer deber delante de Dios, la única salvaguarda perpetua del alma, y pongamos el corazón sobre ella como una fuente con toda clase de bendiciones. La promesa es divina y segura: el que se humilla será ensalzado.


Jesús mismo es la prueba de estas palabras y la garantía de que se cumplirán en nosotros. Tomemos su yugo y aprendamos de Cristo, porque Él es manso y humilde de corazón. Si deseamos inclinarnos a Él como Él se inclinó a nosotros, Él se inclinará más aún, a nuestro lado.


Con todo, debemos conocer que los tratos de Dios con el hombre se caracterizan por dos estadios. Esto es, por un lado, hay el tiempo de la preparación, en que el hombre recibe su entrenamiento y disciplina para un estado más elevado. Esta preparación se caracteriza por los mandatos y las promesas; en esta fase de preparación se mezcla la experiencia del esfuerzo con la impotencia, el fracaso y el éxito parcial, junto con la santa expectativa de algo mejor. Después, viene la fase de cumplimiento, es decir, cuando la fase de cumplimiento, es decir, cuando la fe hereda la promesa y goza de aquello por lo que había luchado tan a menudo en vano.


Esta ley es válida en todas las partes de la vida cristiana, y en la prosecución de cada una de las virtudes. Y es que en todo lo que se refiere a nuestra redención, Dios debe tomar la iniciativa; y cuando esto ha tenido lugar, viene el turno del hombre, quien debe darse cuenta de su impotencia para arrancar de sí mismo el orgullo y morir al yo, y adaptarse de modo voluntario e inteligente a recibir el poder por parte de Dios.


El elemento más esencial de la vida de santidad es, en último término, la humildad absoluta, permanente, como la de Cristo al negarse a sí mismo, una humildad que todo lo abarca, que marca todo nuestro trato con Dios y con los hombres.


¡Bendito, pues, el hombre que pone su confianza en Dios y persevera a pesar de todo el poder del orgullo en él, en actos de humildad delante del Señor y de los hombres!


Conocemos la ley de la naturaleza humana: los actos producen hábitos, los hábitos engendran disposiciones, las disposiciones forman la voluntad y la voluntad formada rectamente es el carácter. Lo mismo ocurre en la obra de la gracia: como los actos repetidos con persistencia engendran los hábitos y las disposiciones y éstos refuerzan la voluntad, aquel que obra el querer y el hacer viene con su gran poder y espíritu y, por medio de este poder, el penitente puede presentarse con frecuencia delante de Dios en actitud de humillación, hasta que su corazón humilde es recompensado con “más gracia”.


Cuanto más bajo se sitúa el hombre, cuanto más vacío se presenta ante Dios, más rápidamente le llegará el influjo de la divina gloria. La exaltación que Dios promete no puede ser, ni es nada externo aparte de él mismo: Todo lo que Él tiene o puede hacer es dar más de sí mismo, Él mismo tomando completa posesión de nosotros.


Más aún, la exaltación no llega a nosotros como algo arbitrario que se nos regala, sino que es en su misma naturaleza el efecto y resultado de humillarnos. En otras palabras, la exaltación es el don de una humildad diurna, la conformidad y posesión de la humildad del Cordero, que nos hace aptos para ser revestidos plenamente de Dios.

Finalmente, la presencia y el poder del Cristo glorificado se llegará a aquellos que tienen un espíritu humilde, y cuando Dios puede tener su lugar debido en nosotros, nos levantará. 


Entonces, una partícula de polvo flotando entre los esplendorosos rayos del sol, que cruzan raudos los espacios sin límite, lo mismo la humildad nos pondrá en nuestro lugar ante la presencia de Dios y nos asemejará a una mota infinita moviéndonos entre los rayos de su amor.

 

 


ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A VIERNES 3 DE FEBRERO DE 2012

 

"ESPERANDO A DIOS

 

EN TIEMPOS DE TINIEBLAS"

 

 

      

“Esperaré, pues, a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob, y en Él confiaré” (Is.8:17)

 

 

  Aquí tenemos un siervo de Dios que espera en Él, no a causa de si mismo, sino de su pueblo, de los cuales Dios ha escondido su rostro. Esto nos sugiere que nuestro esperar en el Señor, aunque comience con nuestras necesidades individuales, con el deseo de obtener la revelación de Él mismo o con la respuesta a nuestras peticiones personales, no debe ni puede terminar ahí…

 

  A saber, es posible que nosotros andemos a la plena luz y la fas de Dios y, mientras, Él esté escondido su rostro de su pueblo que nos rodea. Pero lejos de hacernos pensar que esto es el justo castigo que el pueblo merece por su pecado, por la consecuencia de su indiferencia, se nos llama preocuparnos con corazón tierno de su triste estado y a esperar en Dios a favor suyo. Y es que el privilegio de esperar en Dios es al mismo tiempo el origen de una gran responsabilidad. Así, de la misma manera Cristo, cuando hubo entrado en la presencia de Dios, empezó a usar este lugar de privilegio y honor como intercesor, también nosotros, si sabemos lo que es realmente entrar y esperar en Dios, debemos utilizar nuestro acceso a Dios a favor de nuestros hermanos menso favorecidos:

 

  “Esperaré, pues, a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob”.

 

  Por ello, si acaso participas en el culto o en la escuela Dominical de una congregación determinada, donde hay menos vida y gozo espiritual en la predicación y en la comunión de lo que desearías, o si perteneces a una iglesia con muchos servicios, pero con tanto error y mundanalidad- bien por que se busque la sabiduría humana y la cultura, bien por que se haga demasiado énfasis en las ordenanzas y observancias-, que no te extrañas de que Dios haya escondido su rostro y de que haya en ella poco poder para la conversión y la verdadera edificación, si es así, entonces recuerda cual es tu misión, que te acabamos de apuntar.

 

  ¡Crees que sabes el porqué! Hay demasiada confianza en los hombres y en el dinero, demasiada formalidad y auto indulgencia: en cambio, hay poca fe y oración, poco amor y humildad, demasiado poco espíritu del Crucificado. A veces incluso te parece que las cosas no tienen solución, que nada servirá de nada. Si es así, recuerda: Dios puede ayudar y ayudará; sólo deja entrar al espíritu del profeta en ti cuando evalúas sus palabras y te dispones a esperar en Dios, en favor de sus hijos extraviados. En ves de un tono de juicio o condenación,  de decepción y desespero, hazte cargo de tu vocación de que eres llamado a esperar en Dios. Y si los demás fallan en hacerlo, entrégate a la tarea con redoblado afán. Pues cuanto mas profunda es la oscuridad, mayor la necesidad de apelar al único Libertador. Cuanto mayor la autoconfianza a tu alrededor, gentes que no saben que son ciegos, pobres desgraciados, mas urgente ha de ser la llamada que has de sentir para ver todo este mal y tener acceso a Aquel que es el único que te puede ayudar a estar en tu puesto esperando en Dios.

 

  Hay todavía un círculo mayor: el de la iglesia Cristiana esparcida por todo el mundo. Piensa, por ejemplo, en las iglesias protestantes, católicorromanas y ortodoxas griegas, y en el estado de los millones que pertenecen a ellas. O piensa sólo en las iglesias protestantes con su biblia abierta y con sus credos, sin duda ortodoxos. ¡Cuánto formalismo! ¡Hasta qué punto la regla de la carne y del hombre rige en el mismo templo de Dios! ¡Qué abundante prueba de que Dios a escondido su rostro! ¿Qué han de hacer los que ven esto y lo lamentan?

 

  “Esperaré en Jehová, el cual a escondido su rostro de la casa de Jacob”.

 

  Sí, esperamos en Dios, en una humilde confesión de los pecados de su pueblo. Hemos de dar tiempo y esperar en Él, en esta actividad. Esperemos en Dios, en intercesión tierna y amante por todos los santos, nuestros amados hermanos, por equivocada, que este sus vidas y sus enseñanzas. Esperemos en Dios con fe y a la expectativa, hasta que el nos muestre que va ha escucharnos. Esperemos en Dios, con el simple ofrecimiento de nosotros mismos a Él y a la sincera oración de que nos envíe a nuestros hermanos. Esperemos en Dios, y no le demos descanso, hasta que haga de Sión un lugar de gozo en la tierra. Sí, descansamos en el Señor y esperamos pacientemente en Él, que ahora esconde su rostro de tantos de sus hijos. Y digamos, con respecto a la luz que esperamos ver su faz, brillando sobre todo pueblo:

 

  “Espero en el Señor; mi alma espera y mi esperanza esta en su Palabra. Mi alma espera en el Señor, más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la mañana”.

  “¡Alma mía, espera solo en Dios!”.

 

 

 

 

 

ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A

VIERNES 30 DE DICIEMBRE DE 2011

 

 

 

"LOS PENSAMIENTOS DE DIOS Y LOS NUESTROS"

 

 

 

Porque como los cielos son más altos que la tierra (...) los pensamientos de Dios son más altos que vuestros pensamientos” (Is.55:9).

 

 

 

La palabra de los sabios, en la tierra, a veces significa cosas distintas de la que entiende el que las escucha. Es natural que la palabra de Dios, tal como Él las entiende, signifiquen algo infinitamente más alto que lo que nosoros comprendemos al principio.

 

Es importante que recordemos esto. Si lo recordamos estamos continuamente alerta para no estar satisfechos con nuestro conocimiento e ideas de la palabra, y nos preguntaremos y esperaremos el pleno significado y la plena bendicion de la palabra, tal como Dios la entiende. Esto dará nuevo sentido a nuestra oración pidiendo la enseñanza del Espíritu Santo, y la hara más urgente, incluso para mostrarnos lo que todavía no ha podido concebir nuestro corazón. Nos dará confianza a la esperanza de que hay para nosotros, aun en esta vida un cumplimiento y satisfaccion mayor de la que podamos imaginar.

 

La palabra de Dios tiene pues dos significados. El primero es lo que quiere decir en la mente de Dios, que hace de las palabras humanas el portador de toda gloria de la sabiduria, poder y amor divinos. El otro es nuestra comprensión de ello, débil, parcial y deficiente. Incluso después de la gracia y la experiencia, ha hecho frases tales como el amor de Dios, la gracia de Dios, el poder de Dios, o cualquier promesa relacionada con estas verdades, muy reales para nosotros; todavía queda, empero, por captar y aprender la infinita plenitud de la palabra.

 

De qué modo más claro lo pone nuestro texto:” Como los cielos son más altos que la tierra”. Nuestra fe en el hecho es tan simple y clara que nadie intentaría ni en sueños, levantar el brazo para alcanzar el sol y las estrellas. Ni el ascenso antes de hacerlo a una alta montaña serviría de nada. Con todo el corazón podemos creer esto. Y entonces Dios dice: “Mis pensamientos son mas altos que vuestros pensamientos”. Aun cuando la palabra ha dicho los pensamientos de Dios, y nuestros pensamientos han procurado alcanzarlos, todavía quedan más altos que nuestros pensamientos en la proporción en que los cielos son mas altos que la tierra. Toda la infinitud y la eternidad de Dios y su realidad permanece en la palabra como la semilla de vida eterna. Y como el roble añoso es tan misteriosamente mauro que la bellota de la que brotó, así las palabras de Dios no son sino la simiente de las maravillas de gracia y poder que pueden crecer de ellas.

 

La fe en esta palabras debería enseñarnos dos lecciones, una respecto a nuestra ignorancia, respecto a nuestras expectativas. Deberíamos aprender a ir a la palabra como niños pequeños. Jesús dijo: “Tú has escondido estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños”. El entendido y el sabio no tienen porqué ser hipócritas o enemigos. Hay muchos de los hijos queridos de Dios que, por no cultivar un espíritu como el de un niño, y por descansar de modo inconsciente en el hecho de que su credo es escritural, o bien en el sincero estudio de la Biblia, no se dan cuenta de que tienen la verdad espiritual escondida de su vista y nunca se vuelven espirituales. “¿Quién entre los hombres conoce las cosas de los hombres, excepto el espíritu del hombre que está en él? Lo mismo, las cosas de Dios nadie las conoce, excepto el Espíritu de Dios. Pero ¡Recibid el Espíritu de Dios, para que podáis conocerlas!”. Que haya en nosotros un concepto bien profundo de nuestra ignorancia, y la desconfianza en el poder de nuestro entendimiento de las cosas de Dios, marque nuestro estudio de la Biblia.

 

Entonces, cuanto más profunda sea nuestra duda de poder entrar propiamente nunca en los pensamientos de Dios, más aumenterá la confianza y la expectativa. Dios quiere hacer su palabra verdadera en nosotros: “Tus hijos serán enseñados por Dios”. El Epíritu Santo está ya en nosotros revelándonos las cosas de Dios. En respuesta a nuestra humilde oración de fe, Dios, por medio del Espíritu, nos dará una comprensión siempre creciente en el misterio de Dios: una unión y semejenza maravillosa a Cristo, que vivirá en nosotros, y nosotros seremos como era Él cuando estaba en el mundo.

 

Aun más: si nuestros corazones lo desean y lo esperan, vendrá un tiempo en el que, por comunicación especial de su Espíritu, todos nuestros anhelos serán satisfechos y Cristo tomará tal posesión de nuestro corazón que, lo que era durante mucho tiempo fe se volverá experiencia. Como dice la palabra: “Como los cielos son más altos que la tierra, mis pensamientos son más altos que vuestros pensamientos”. 

 

 

 

 

 

 

 ACTUALIZACIÓN CORRESPONDIENTE A 

VIERNES 23 DE DICIEMBRE DE 2011

 

 

 

"DIOS OBRANDO SU VOLUNTAD EN NOSOTROS"

 

 

 

 

y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, en virtud de la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda buena obra para que hagáis su voluntad; haciendo Él en vosotros lo que es agradable delante de Él por medio de Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos, amen” (He. 13:20 y 21).

 

En la misma epistola de los Hebreos hemos estudiado cómo Cristo, haciendo la voluntad de Dios, es la causa de nuestra redención, la raíz profunda sobre la que descansa nuestra vida, cómo esta voluntad está siendo hecha pacientemente por nosotros, en medio de las tribulaciones de esta Tierra y, ahora, cómo Dios que obra su voluntad en Cristo para nuestra redención está obrando esta voluntad en nosotros también. Esto es, lo que Dios hizo en Cristo es la promesa de lo que hará en nosotros. El que Cristo hiciera la voluntad de Dios nos asegura que nosotros la haremos también.

 

Más aún, todo lo que se dice del Señor Jesucristo se refiere a la enseñanza previa de esta epístola, la cual nos ha enseñado que el pacto era lo que la sangre del pacto, lo que la exaltación del trono de Cristo como Sacerdote y Rey, el gran Pastor de las ovejas. Y ahora nos dice que el Dios de paz, que lo hizo todo, que dio a Cristo el hacer su voluntad y poder morir en la cruz y luego le levantó de los muertos, que el mismo Dios nos perfeccionará para hacer su voluntad.

Sí, has leído bien: de la misma forma que fue Dios quien envió e hizo posible a Cristo el hacer su voluntad y, por medio de ella, le perfeccionó y perfeccionó nuestra salvación, es Dios también el que nos perfeccionará en toda buena obra para hacer su voluntad. Y es que su voluntad hecha en nosotros le interesa a Dios tanto como su voluntad hecha en su Hijo. La misma Omnipotencia que creó para Jesús un cuerpo a través de la virgen María y le dio poder -pues no podía hacer nada de sí mismo para hacer su voluntad, incluso en la agonía de Getsemaní, y luego le resuicitó de la tumba y lo puso a su diestra- el mismo Dios Omnipotente está obrando en ti para que puedas hacer su voluntad. ¡Oh, si pudiéramos tener la gracia de creer esto! ¿Qué más se puede desear? Dios nos hace aptos, nos perfecciona, nos equipa, nos hace capaces, nos posibilita. ¡Que maravillosa unión entre nuestro hacer y el hacer de Dios! Nos hace aptos en toda buena obra para que hagamos su voluntad, de modo que el hacerla sea realmente nuestra obra y, al mismo tiempo, su obra en nosotros.

 

En definitiva, el objeto de la gran redención fue capacitarnos para hacer la voluntad de Dios en la tierra. Para esto fuimos creados, ésta era la imagen y semejanza de Dios en nosotros. Su Hijo se hizo hombre para mostrarnos la manera de hacer la voluntad de Dios y que, al hacerla, es posible expiar y vencer el pecado. Por esto, Cristo vive en el Cielo y en nuestros corazones, para que a través de Él Dios pueda obrar en nosotros lo que es agradable en su corazón.

 

Sin embargo, el fracaso de la vida de tantos cristianos es debido simplemente a esto, que la Iglesia no ha visto y no ha predicado claramente este mensaje. He aquí, pues, nuestra necesidad imperiosa: inclinarnos delante de Dios en continua humildad y dependencia, pidiéndole que nos haga comprender plenamente nuestra impotencia y buscando confiar en su poder que obra en nosotros. Y con esto, comprender que su poder no puede obrar libre y plenamente en nosotros a menos que more en nosotros “por medio de Jesucristo”. Es decir, por medio de Jesucristo que mora en nuestro corazón, por el poder del Espíritu Santo, Dios, por medio de una operación secreta todapoderosa y continua, lleva a cabo su voluntad en nosotros, haciéndonos aptos para hacerla.

 

¡Oh! volvamos a una nueva consagración para hacer la voluntad del Padre, con una nueva fe en Dios para que obre en nosotros y nos haga aptos para hacerla, con una nueva devoción a Jesucristo, por medio del cual nosotros, pecadores, impotentes, podemos verdaderamente tener la gracia para decir:

 

“Me deleito en hacer tu voluntad, oh Dios mío”.

 

 

 

 

ACTUALIZACIÓN VIERNES 18 DE NOVIEMBRE DE 2011

 

 

"La penitencia de la fe"

 

 


 

 

Apártate de mí, Señor, que soy un hobre pecador” (Lc. 5:8)

 

La experiencia de Pedro es un aprueba evidente de que la verdadera fe tiene como fruto un sentimiento de humillación profundo por el pecado, un reconocimiento del mismo y una penitencia sincera.

 

Esto es lógico, ya que siempre la proximidad a la luz hace mas visible la impureza. Lo mismo, cuando más cerca se está del Santo, más fuerte es el sentimiento de indignidad; cuanto más bendecidos por la gracia, más profunda la convicción del pecado.

 

El momento de la revelación de la gracia y el amor de Jesús es la hora de mayor humillación. Pero estas ocasiones no ocurren en general al principio, sino progreso ulterior de la vida de fe. No esperemos, pues, a sentir un profundo pesar por el pecado antes de acudir al Señor sino confiemos, de nuevo, que será Jesús quien, a su tiempo, implantará este sentimiento penitente en nuestro corazón.


Consideremos el caso de Pedro; éste había vivido tres años con el Señor, pero no fue hasta después de negarle tres veces, que se hizo cargo de toda su corrupción.

 

Pensemos tambien en Jacob: tuvieron que pasar veinte años para darse cuenta de su pecado, en la crisis de aquella noche de lucha, en la cual el Señor se le presentó como antagonista, a fin de quebrantar su vieja naturaleza y el poder de la carne.

 

Igualmente David, quien después de gloriosas experincias de ayuda y amistad de Dios en su adolescencia y juventud, más tarde en su vida tuvo que entrar en el camino del sufrimiento, para que tuviera que ver su pecado revelado.

 

Y así hay todavía muchos, en cuyos casos se manifiesta que el Señor conduce primero sus almas a la fe y, luego, por medio de la fe, al conocimiento pleno del pecado, a la penitencia genuina .

 

Y es que sólo en esta pobreza del alma que puede florecer la fe. Más aún, la penitencia del corazón, la humillación ante Dios ha de ser uno de los frutos y pruebas indispensables de la sinceridad de nuestra fe:


Yo estableceré mi pacto contigo, y sabrás que Yo soy Jehová; para que te acuerdes y te avergüces, y nunca más abras la boca, a causa de tu vergüenza, cuando yo ye haya perdonado todo lo que hiciste, dice el Señor Jehová” (Ez. 16: 62 y 63).

 

Con todo, esta última gracia es también un fruto de la fe. Es decir, que de nuevo será la fe la que nos lleve a este estado contrito.

 

 

 


ACTUALIZACIÓN VIERNES 21 DE OCTUBRE DE 2011

 

 

"Sufriendo según la voluntad

 

de Dios"


 

Porque ésta es la voluntad de Dios:que haciendo el bien, hagáis enmudecer la ignorancia de los hombres insensatos. Pues, ¿qué gloria es si, pecando, sois abofeteados y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios (...) Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 P. 2:15, 20 y 21).

 

Pedro antes de recibir el Espiritu Santo, no entendía que el sufrimiento tuviera que ser sobrellevado como voluntad de Dios. Así, cuando Cristo le habló de su sufrimiento, le reprendió, y recibió a su vez esta respuesta del Maestro:

 

“Apártate de mí, Satanas”.

 

Y cuando su discipulo le llevó al peligro y al sufrimiento, negó al Maestro, pues no podía entender que el sufrir formara parte de la voluntad de Dios. No fue hasta el Pentecostés que Pedro se regocijó en ser contado por “digno de sufrir por el nombre del Maestro”.

 

En su epístola nos insta a seguir el ejemplo de jesús, quien sufrió por nuestros pecados, llamándanos a sufrir como Él. La nota clave de la exhortación a los santos experimentar el sufrimiento para llegar a la gloria como la voluntad de Dios.

 

“porque mejor es que padescáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal. Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados” (1 P. 3: 17 y 18).

 

Aquí pedro está hablando del sufrimiento de injusticias por mano de hombres. Muchos, que creen estar dispuestos a sufrir pruebas que vengan directamente de Dios, hallan difícil soportar tratos injustos, duros y crueles de otras personas. Y con todo, es precisamente en este punto que la enseñanza y el ejemplo de Cristo, y toda la instrucción de la escrituras, nos llama a aceptar e inclinarnos a la voluntad de Dios:

 

“Sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría (...) De modo que los que padecen según la voluntad de Dios encomiendan sus almas al fiel creador, haciendo el bien” (1 P. 4: 13, 19).

 

Entendámoslo bien: lo malo que nos sucede es muy contrario a la voluntad de Dios, incluso el que sea otra persona la culpable (Dios no quería que Judas teaicionara a Jesús), lo que sí es su voluntad es que lo suframos. Por ello, el primer deber del hijo de Dios es no mirar al hombre que lo hace, para procurar vengarnos o librarnos de sus manos, sino reconocer que debajo se halla la voluntad de Dios. Este pensamiento -que es la voluntad del Padre- cambia nuestros sentimientos, nos permite aceptar el dolor como una bendeción y cambia el mal en bien. ¡Que en todo sufrimiento sea el primer pensamiento ver la mano de Dios y contar con la ayuda del padre! Entonces, bajo ningina circunstancia podremos estar fuera de la bendita voluntad de Dios.

 

Además, debemos sufrir siempre haciendo el bien, pues si sufrimos cuando hacemos lo malo, y lo sufrimos con paciencia, no hay en ello gloria alguna. Lo que conviene es que, si sufrimos, no sea por hacer el mal, sino por hacer el bien, “porque si la voluntad de Dios así lo quiere, es mejor que padezcamos haciendo el bien que haciendo el mal”. Y tambíen, que haciendo el bien, no permitamos que el sufrimiento dé lugar a nada que sea pecaminoso. Recordemos acaso que el sufrimiento en la Tierra es causa del pecado; por otro lado, la función del sufrimiento es quitar el pecado, ¡Cuán terrible, entonces, si hago del sufrimiento ocasión de mas pecado y lo vuelvo en lo opuesto de aquello que Dios quiere!

 

Sobrellevar el sufrimiento con paciencia haciendo el bien constituye además un poderoso testimonio evangelístico: con ello hacemos enmudecer la ignorancia de los hombres insensatos. Éstos pueden aprender de nosotros lo que es el poder de la gracia para ablandar y fortalecer, lo que en realidad es la vida celestial, el gozo que nos permite sufrir toda pérdida y lo que es de bendición del servicio del divino Maestro, el cual hace el camino de sufrimiento atractivo y bendito para sus seguidores. Es así, haciendo el bien, que podemos encomendar nuestras almas a un Creador fiel. ¡Qué gran privilegio! Entre todas las tentaciones que trae el sufrimiento, Dios mismo se ofrece para hacerse cargo de guardar nuestras almas.

 

Al decender a las tinieblas de la muerte, nuestro Señor Jesús dijo:

“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”.

 

Y nosotros podemos decir lo mismo cada vez que pasamos por un valle de muerte... Esto es, de la lucha de lenguas y del orgullo de los hombres, de todo ello hay en nosotros la tendencia a impacientarnos, a airarnos, a juzgar precipitadamente, a mostrar actitudes ásperas, pero, en cambio, el fiel Creador puede guardar al alma que se encomienda a Él. Y es que Dios, que envía el sufrimiento como su voluntad, ha provisto de antemano un lugar de seguridad, donde nos dará, sin la menor duda, la bendición del sufrimiento. Digamos contentos:

 

“Yo sé en quién he creído y estoy persuadido de que es capaz de guardar mi depósito para aquel día”.

 

Tenemos, finalmante, otra lección: en todos nuestros sufrimientos según la voluntad de Dios, Cristo es nuentra pauta, ejemplo y nuestra fortaleza. A saber, igual que el sufrimiento de Cristo fue indespensable, tambien lo es nuestro sufrimiento, y ha de ser llevado con el mismo espíritu, pues el medio de comunión con el Maestro, en conformidad con su imagen. Dicho de otro modo, Cristo es nuestro modelo, porque Él es nuestra vida.

 

Finalmente, consideremos al Espíritu de Dios, el cual descansa sobre nosotros y nos apoya en nuestras tribulaciones.

 

¡Oh, que todos los creyentes, los que desean vivir eternamente para la gloria de Dios, puedan entender cuánto hay que depende de que reconozcan la voluntad de Dios en todo sufrimiento y lo sobrelleven como siendo conforme a la voluntad del padre! Resulta imposible desconectar los sufrimientos de Cristo por nosotros de los nuestros para Él. Es decir, Él sufrió por nosotros como nuestra cabeza en la cual tenemos vida, nosotros podemos sólo sufrir por Él, como viviendo Él en nosotros. Por ello, cuando intentamos hacer la voluntad de Dios, en tanto que vivimos en un nivel diferente del nivel en que vivió Cristo, el resultado es el fracaso. Sólo cuando de todo corazón nos entregamos para vivir y morir por la voluntad de Dios como Él hizo, poseemos el alma que tiene el gran poder de su amor, su gracia y su Espíritu para hacer maravillas en la vida.

 

 

ACTUALIZACIÓN VIERNES 30 DE SEPTIEMBRE 2011

 

 

Una vida de oración.

 

 

“Estad siempre gozosos. Orad sin cesar;
dad gracias en todo...” (1 Ts. 5:16-18)

 

 

 

A medida que el alma va llenándose con el anhelo de la manifestación de la gloria de Dios a nosotros y dentro de nosotros, por medio de nosotros y en derredor nuestro, y en la confianza de que Él oye las súplicas de sus hijos, y en la confianza de que Él oye las súplicas de sus hijos, la vida íntima del alma va continuamente levantándose y ascendiendo en dependencia y fe, en un deseo y en una confiada, expectación en la oración.

 

Así, al terminar nuestras meditaciones, no será difícil decir lo que se necesita para vivir una vida tal de oración. La primera cosa, indudablemente, es el completo sacrificio de la vida al Reino y a la gloria de Dios. Esto es, olvidarse de uno mismo y vivir para Dios y para su Reino entre los hombres: he aquí la manera de aprender a orar sin cesar.

 

Tal vida dedicada a Dios tiene que estar acompañada de una profunda confianza en que nuestra oración es eficaz. Tener confianza en la respuesta es, de hecho, para el Señor el principio y el fin de sus enseñanzas (véase Mt. 7:8; Jn. 16:24).

 

En la proporción en que esta seguridad domine en nosotros, y llegue a ser asunto resuelto para nosotros que nuestras plegarias prevalecen y que Dios hace lo que pedimos, no nos atreveremos a ser negligentes en cuanto al uso de este asombroso poder.

 

No limitemos, pues, ni debilitemos por nuestros razonamientos, las libres y seguras promesas del Dios vivo, robándoles su poder y robándonos a nosotros mismos la confianza admirable que, en la intención de Dios, deben ellas inspirarnos; sino abramos todo nuestro corazón a las promesas de Dios, en toda su simplicidad y verdad. Ellas, entonces, nos examinarán y nos iluminarán, nos harán gozosos y fuertes para orar como es debido. Y para la fe que sabe que obtiene lo que pide, la oración no es trabajo ni es carga, sino un gozo y un triunfo, una necesidad y una segunda naturaleza.

 

Esta unión de fuerte deseo y firme confianza no es sino la vida del Espíritu Santo en nosotros, que nos revela el carácter del Hijo. Por eso mismo, porque es el Espíritu de Cristo quien ora en nosotros, nuestra oración tiene que ser escuchada.

 

Finalmente, es Jesús quien, a través de su Espíritu de Cristo quien ora en nosotros, nuestra oración tiene que ser escuchada.

 

Finalmente, es Jesús quien, a través de su Espíritu, nos enseña a orar. Él, quien ora, es nuestra Cabeza y nuestra vida. Todo lo que tiene es nuestro y nos es dado a nosotros cuando nos entregamos del todo a Él. Por su sangre, Él nos conduce a la inmediata presencia de Dios. El santuario interior es ahora nuestro hogar, moramos allí. Y aquel que vive tan cerca de Dios, y que sabe que ha sido tan acercado para bendecir a los que están lejos, no puede sino orar. Cristo nos hace participes consigo mismo de su potencia intercesora y de su vida intercesora. Sí, Cristo nos comunica si vida intercesora y la mantiene en nosotros si confiamos en Él. Él mismo es la garantía de que nosotros oraremos sin cesar.

 

La visión de Cristo, que siempre ora, como nuestra vida nos habilita, en efecto, a orar sin cesar. Porque su Sacerdocio es el poder de una vida sin fin, una vida resurrecta que no conoce ocaso y que nunca falla, y porque su vida es nuestra vida, orar sin cesar puede llegar a ser para nosotros nada menos que el gozo propio de la vida del Cielo.

 

Hermanos, gracias a que permanecemos en Cristo a través de su Espíritu, tenemos nuestra morada dentro del Cielo en la presencia del Padre. Lo que el Padre dice, eso es, en definitiva, la manifestación terrenal del Cielo que ha descendido a nosotros, las primicias anticipadas de esa vida en la cual no se descansa de día ni de noche en cantos de alabanza y adoración al Todopoderoso.

 

Señor, enséñanos a orar...

“Bendito Salvador, te damos gracias porque Tú nos has recibido en tu escuela de oración y nos has enseñado la bienaventuranza y el poder de una vida que es toda oración. Haz, pues, que nuestra vida llegue a ser incesantemente para la gloria del Padre y la bendición de los que nos rodean. Amén”.

 

A.M.

ACTUALIZACIÓN VIERNES 16 DE SEPTIEMBRE 2011

 

El Espíritu de Dios en nuestros hijos

 

...derramaré mi Espíritu sobre tu descendencia,

y mi bendición sobre cuanto nazca de ti (…)

Éste dirá: Yo soy Jehová; y otro suscribirá

con su mano: A Jehová” (Isaías 44:3,5)

 

 

En la profecía del derramamiento del Espíritu Santo citada por Pedro el día del Pentecostés se hace mención expresa de “nuestros hijos e hijas” (véase Hechos 2:17); aquí también la bendición del Espíritu derramado se hace sobre la simiente y descendencia del pueblo de Dios. Esta promesa de gracia a los padres para los hijos, que es la marca del pacto, ha de ser la marca de la dispensación del Espíritu también. La promesa se acompaña de una clara afirmación de que el fruto del Espíritu alcanza a la descendencia.

 

Con todo, no basta contentarse con una religión heredada de los padres, los hijos han de profesar abiertamente su fe personal en el Señor. Por medio del poder del Espíritu Santo, la religión transmitida por educación paterna pasa a ser la fe de una aceptación personal. Trataremos de entender bien estas dos ideas: el reconocimiento personal del Señor como fruto de la obra del Espíritu y la promesa segura de que el Espíritu hará esa obra.

 

Todos los padres fervientes desean que, al crecer sus hijos, hagan la confesión de aceptación personal de la de en la que han sido educados. Sin embargo, muchos padres cristianos vacilan en educar a sus hijos para esta confesión.

No creen en la conversión de los niños. Creen que esta confesión, considerando lo impresionables que son, no cuenta mucho y hay que evitarla. Suele coincidir además que el culto familiar y su profesión religiosa no dan mucho testimonio de una unión viva y amante a un Salvador personal. Sus hijos no pueden aprender de ellos a decir: “Soy del Señor”.

 

No dudemos acerca de la confesión infantil... Acaso el valor de las palabras de un hijo depende del valor que nosotros le damos a las nuestras: esto es, si nosotros hablamos banalidades, nuestros hijos harán lo mismo, pero si oyen de nosotros palabras veraces, aprenderán la veracidad.

 

Si el niño confiesa su profesión de fe, no rehusemos aceptarla y no le reprochemos cuando falla. Recordemos el fruto prometido del Espíritu obrando en los niños.

Al prometer el Espíritu la descendencia de su pueblo, Dios nos dice que podemos esperar de la instrucción de los padres una vida familiar consagrada, y que sus ordenanzas para la religión de familia sean los medios que el Espíritu use y bendiga para guiar a los hijos de Cristo.

 

El Espíritu obra siempre en la Palabra; y para el hijo, el padre es el ministro de la Palabra ordenado por Dios. La bendición de la nueva dispensación es ésta, que el padre puede contar con el Espíritu Santo para los hijos también, desde la juventud, y que todas sus enseñanzas y educación, su palabra y obra, aunque sea en debilidad, temor y mucho temblor, pueda ser en demostración del Espíritu y en poder.

 

A.M.

ACTUALIZACIÓN VIERNES 02 DE SEPTIEMBRE 2011

 

                    Los pensamientos de Dios y los nuestros.


“Porque como los cielos son más altos que la tierra (…)
 los pensamientos de Dios son más altos
 que vuestros pensamientos” (Is. 55:9)

 


La palabra de los sabios, en la tierra, a veces significa cosas distintas de la que entiende el que las escucha.  Es natural que las palabras de Dios, tal como Él las entiende, signifiquen algo infinitamente más alto que lo que nosotros comprendemos al principio.


Es importante que recordemos esto. Si lo recordamos estaremos continuamente alerta para no estar satisfechos con nuestro conocimiento e ideas de la Palabra, y nos preguntaremos y esperaremos el pleno significado y plena bendición de la palabra, tal como Dios la entiende.


Esto dará nuevo sentido a nuestra oración pidiendo la enseñanza del Espíritu Santo, y la hará más urgente, incluso para mostrarnos lo que todavía no ha podido concebir nuestro corazón.  Nos dará confianza a la esperanza de que hay para  nosotros, aun en esta vida, un cumplimiento y satisfacción mayor de lo que podemos imaginar.


La Palabra de Dios tiene pues dos significados.  El que primero es lo que quiere decir en la mente de Dios, que hace de las palabras humanas el portador de toda la gloria de la sabiduría, poder y amor divinos.  El otro es nuestra comprensión de ellos, débil, parcial y deficiente.  Incluso después de la gracia y la experiencia, ha hecho frases tales como el amor de Dios, la gracia de Dios, el poder de Dios, o cualquier promesa relacionada con estas verdades, muy reales para nosotros; todavía queda, empero, por captar y aprender la infinita plenitud de la Palabra.


De qué modo más claro lo pone nuestro texto: “Como los cielos son más altos que la tierra”.  Nuestra fe en el  hecho es tan simple y clara que nadie intentaría, ni en sueños, levantar el brazo para alcanzar el sol o las estrellas.  Ni el ascenso antes de hacerlo a una alta montaña serviría de nada.  Con todo el corazón podemos creer esto.  Y entonces Dios dice: “Mis pensamientos son más altos que vuestros pensamientos”.

 

 Aun cuando la Palabra ha dicho los pensamientos de Dios,  y nuestros pensamientos han procurado alcanzarlos, todavía quedan más altos que nuestros pensamientos en la proporción en que los cielos son más altos que la tierra.  Y como el roble añoso es tan misteriosamente mauro que la bellota de la que brotó, así las palabras de Dios no son sino la simiente de las maravillas de gracia y poder que pueden crecer de ellas.

 

La fe en esta Palabra debería enseñarnos dos lecciones, una respecto a nuestra ignorancia, la otra respecto a nuestras expectativas. Deberíamos aprender a ir a la Palabra como niños pequeños.  Jesús dijo: “Tú has escondido estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños”.

 

El entendido y el sabio no tienen por qué ser hipócritas o enemigos.  Hay muchos de los hijos queridos de Dios que, por no cultivar un espíritu como el de un niño, y por descansar de modo inconsciente en el hecho de que su credo es escritural, o bien en el sincero estudio de la Biblia, no se dan cuenta de que tienen la verdad espiritual escondida de su vista y nunca se vuelven espirituales.

 

“¿Quién entre los hombres conoce las cosas de los hombres, excepto el espíritu del hombre que está en él?  Lo mismo, las cosas de Dios nadie las conoce, excepto el Espíritu de Dios.  Pero ¡recibid el Espíritu de Dios, para que podáis conocerlas!”.  Que haya en nosotros un concepto bien profundo de nuestra ignorancia, y la desconfianza en el poder de nuestro entendimiento de las cosas de Dios, marque nuestro estudio en la Biblia.

 

Entonces, cuanto más profunda sea nuestra duda de poder entrar propiamente nunca en los pensamientos de Dios, más aumentará la confianza y la expectativa.  Dios quiere hacer su Palabra verdadera en nosotros: “Tus hijos serán enseñados por Dos”. El Espíritu Santo está ya en nosotros revelándonos las cosas de Dios.  En respuesta a nuestra humilde oración de fe, Dios, por medio del Espíritu, nos dará una comprensión siempre creciente en el misterio de Dios: una unión y semejanza maravillosa a Cristo, que vivirá en nosotros, y nosotros seremos como era Él cuando estaba en el mundo.


Aún más: si nuestros corazones lo desean y lo esperan, vendrá un tiempo en el que, por comunicación especial de su Espíritu, todos nuestros anhelos serán satisfechos y Cristo tomará tal posesión de nuestro corazón que, lo que era durante mucho tiempo fe se volverá experiencia. Como dice la Palabra: “Como los cielos son más altos que la tierra, mis pensamientos son más altos que vuestros pensamientos”.

 

A.M.


ACTUALIZACIÓN VIERNES 26 DE AGOSTO 2011

 

 

Primero el Reino



         "...buscad primero el reino de Dios..."

 

                                           (Mateo 6:33)



Hemos oído hablar mucho de la gran necesidad de unidad en la vida y en la obra cristiana. Pero esta unidad no se dará hasta que el reino de Dios, en toda su amplitud y longitud, en toda su gloria y poder celestiales, sea la única cosa por la cual vivamos; entonces, "todo lo demás nos será añadido...".


Dios es el creador del universo. El hombre procede de Él; de ahí que no pueda hallar descanso o gozo aparte de Dios. Únicamente en Él se halla la felicidad.


Cuando creemos esto, que Dios es la única fuente de bendición ilimitada, renunciamos de buena gana a todo por Él, pues no hay atracción mas fuerte que ésta...


Así, nuestro mayor privilegio consiste en escuchar las palabras de Cristo y buscar a Dios y su reino primero y por encima de todo.


De hecho, ¿para qué fue creado el hombre, sino para vivir en la semejanza de Dios y de su imagen? por consiguiente, si hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, no podemos hallar la felicidad en nada excepto en aquello en lo que Dios halla su felicidad; esto es en dos cosas: en la justicia eterna y en la bondad eterna. porque Dios es en sí mismo justicia y amor (véase Sal. 11:7 y 1 Jn.  4:8).


¿Podemos pensar en algo más noble que en adquirir la justicia y el amor de Dios, y ser uno con Él en su Reino, o sea, que su Reino llene nuestro corazón? Y es que nos basta con obtener las bendiciones del Reino de vez en cuando, sino en todo momento, como una constante en nuestras vidas.


En tiempos de Napoleón, por ejemplo, el imperio de Francia tenía como ideal la gloria militar. el corazón de los franceses se entusiasmaba ante el nombre de Napoleón porqué había dado al imperio su gloria. Igualmente si comprendiéramos lo que significa que Dios nos lleva a su Reino y pone su Reino en nosotros -que no es otra cosa que tenerle a Él mismo, al ser bendito que nos posee-, sin duda, no podríamos evitar que nuestro corazón se llene de entusiasmo.


Hace años, la República Sudafricana sostuvo una guerra de liberación contra los ingleses a causa de su opresión. Todo el pueblo se juntó para luchar por su libertad. Aunque eran débiles comparados con el poder del imperio Británico, no pasaron hasta conseguirla, considerando que ningún sacrificio en el empeño era demasiado costoso.


Lo mismo debiéramos hacer nosotros:perseverar en el empeño de alcanzar el Reino de Dios, por medio del Espíritu Santo, renunciando a todo aquello que nos pueda separar de Él.


Es cierto que mostramos el valor que concedemos a las cosas por el tiempo que le dedicamos. Por tanto, el Reino debería ser lo primero cada día. Un hombre no puede tener el Reino de Dios en ocasiones, y en otras, a modo de distracción, echarlo y buscar el gozo en las cosas de este mundo. si no nos prestamos de modo total y completo a ser llenos del Espíritu, no estaremos obedeciendo la orden.


Pero, oh maravilla, Dios hecho una provisión maravillosa. Jesús vino a predicar el Evangelio del Reino y a proclamar que el Reino está con nosotros desde el instante  en que, tras la partida del Rey, que ahora está sentado en su trono, descendió el Espíritu Santo: entonces, el Reino del Cielo en la Tierra fue inaugurado. porque cuando descendió el Espíritu Santo, trajo al Padre y al Hijo al corazón de los hombres y estableció el mandato de Dios en poder. Sí, en el Espíritu, el Padre y el Hijo vienen, ellos mismos, a morar en nuestro corazón...

 

"En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en Mí y Yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama;  y el que me ama, será amado por mi Padre (...)y mi Padre le amará e iremos a Él, y haremos morada con Él" (Jn. 14:20 y 21,23).


En definitiva, para tener el Reino dentro de nosotros, hemos de tener a Dios Padre y a Cristo el Hijo por medio del Espíritu Santo en nosotros. ¡pues no hay Reino sin Rey!


Este Rey, Cristo, se dio a Sí mismo totalmente a Dios, a su Reino y a su gloria;dio su vida para que pudiera ser establecido el Reino de Dios. Y si nosotros también diéramos nuestra vida a Dios para ser en todo momento un sacrificio vivo, el Reino vendría con poder a nuestro corazón.


Finalmente, si Cristo halló su gloria aquí en la Tierra muriendo y sacrificándose por el Reino y, luego, en la eternidad, otra vez entregando el Reino a Dios, ¿no deberíamos nosotros acudir a Dios y hacer lo mismo, considerando todo lo que tenemos como una pérdida para que el Reino pueda ser manifestado y Dios sea glorificado?


Entreguémonos, pues, a Cristo. Dejemos que Cristo, el Rey, reine en nuestro corazón, y el Reino celestial vendrá, y su presencia y gobierno se verá con poder en nuestra vida.   Más aún, viene un día en el que Cristo regresará a la Tierra para entregar el Reino del Padre, a fin de que Dios pueda serlo en todo en todos.  ¡Que así sea, amén!

 

 

ACTUALIZACIÓN VIERNES 19 DE AGOSTO DE 2011

 

Y hallaréis descanso para

 

vuestras almas

 

Venid a mí todos lo que estáis fatigados y cargados, y yo so haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11: 28-29)

 

 

Descanso para el alma”, ésta es la primera promesa con la que el Salvador consiguió ganar al pecador cargado y atribulado. Y aunque parezca simple, la promesa es verdaderamente amplia y abarcante... ¿Acaso no implica la liberación de todo temor, provisión para toda necesidad, cumplimiento de todo deseo? He aquí el premio con el que el Salvador trata de atraernos para que regresemos y permanezcamos en su amor. Porque, hermanos, la razón por la que el descanso no fue hallado o, si se halló, fue perturbado y perdido, es precisamente ésta: que no permanecimos en Él.

 

Sabemos que todo lo que Dios concede requiere tiempo para que se pase a ser por completo nuestro; tenemos que agarrarlo firmemente, apropiárnoslo, y asimilarlo en nuestro interior. Sin esto, ni aun el que Cristo nos lo dé puede hacerlo nuestro, propio,”Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí. Sed mis alumnos, someteos a mi instrucción. Aceptad en todas las cosas mi voluntad; que vuestra vida entera pase a ser una con la mía”. En otras palabras: “Permaneced en mí”. Y luego añade: “... y hallaréis descanso para vuestras almas”. O dicho de otra manera: “El inicial descanso que os di cuando acudisteis a Mí por primera vez se ha ido transformando en algo que vosotros habéis hecho vuestro, el descanso profundo y permanente, que procede de una relación más prolongada y una comunión más íntima, de una rendición más completa y una afinidad más profunda conmigo”. Éste es el camino al descanso que permanece: la entrega total a Jesús.

 

Y éstas son las condiciones del discipulado, sin las cuales no hay que pensar en la posibilidad de mantener el descanso que te fue concedido cuando acudiste a Cristo por primera vez; porque el descanso es en Cristo, y no algo que Él dé aparte de sí mismo: sólo teniéndole a Él, el descanso puede ser mantenido y disfrutado. Ten presente, además, que no hay un lugar en nuestra vida sobre el que Cristo no quiera reinar; y sus discípulos deben procurar agradarle hasta en lo más mínimo, en completa consagración.

 

Sin embargo, hay a quienes la misma idea de permanecer en Jesús, siempre cada día, les parece demasiado elevada, algo que quizás podrían conseguir al final de una vida de santidad y crecimiento espiritual, pero nunca en el presente. A éstos es necesario recordarles las palabras de Jesús: “Mi yugo es fácil”. ¡Y es verdad! Porque el mismo yugo da descanso en el momento que el alma se rinde a la obediencia, dejando que el Señor le proporcione la fuerza y el gozo para llevarlo y suplir cada una de sus necesidades. Y es que los que nos falta es un poco de confianza en el Señor...

 

Estas dos, consagración y fe, son los elementos esenciales de la vida cristiana; lo cual implica entregarlo todo a Jesús y recibirlo todo de Él. Ambos aspectos son recíprocos y están unidos en una palabra: “sumisión”; a saber, la sumisión completa es obedecer y confiar a la vez en alguien.

 

¡Alma cansada, desde tantos años llevada de acá para allá, como un ciervo sediento, ven y aprende hoy y la lección de que hay un lugar donde la seguridad y la victoria, la paz y el descanso, son siempre seguros! Y este lugar está siempre abierto para ti: el corazón de Jesús. ¿Es acaso un gran esfuerzo para el niñito descansar en los brazos de su madre? ¿No son los brazos de la madre los que sostienen y guardan al pequeño? Lo mismo hace Jesús con el alma que se entrega a Él en la confianza de que su amor se encarga de tenerle seguro en su seno: que si nos entregamos a Él por completo, Él mismo nos guardará para que nos lancemos en sus brazos de amor y nos abandonemos a su bendito cuidado.

 

En definitiva, no es el yugo, sino el resistir este yugo lo que hace las cosas difíciles. ¡Ven hermano, y deja hoy que esta promesa de Jesús, en toda su simplicidad, sature tu vida! Es una orden clara: “Tomad mi yugo y aprended de mí... Permaneced en mí”. Recuerda: el poder y la perseverancia para permanecer en el descanso, y la bendición de permanecer, todo ello es del a incumbencia del Salvador; lo suyo es proveer, y lo que a ti te corresponde es obedecer. Finalmente, permanecer en Jesús no es nada más que renunciar a uno mismo para ser gobernado, enseñado y conducido y descansar en los brazos del Señor.

 

Que toda noción de posible fracaso nos impulse a atender con más urgencia la orden, y nos inste a escucharla con más fervor que nunca, hasta que el Espíritu nos haga oír de nuevo la voz de Jesús, quien con amor y autoridad nos inspira a la esperanza y a la obediencia: “Hijo, permanece en mí”. Estas palabras, viniendo de Él, pondrán fin a todas nuestras dudas.

 

Bendito descanso, fruto y anticipo de la comunión del mismo descanso de Dios; encontrado por aquellos que acuden a Jesús para permanecer en Él. Es la paz de Dios, la gran calma del a región de lo eterno, que sobrepasa todo entendimiento y que guarda nuestro corazón y nuestra mente. Asegurados en su gracia, tenemos fuerza para todos los deberes, valor para todas las luchas, bendición en la cruz cotidiana y el gozo de la vida eterna en la misma muerte.

 

¡Oh, Salvador mío! Si mi corazón vacila o teme otra vez, como si la bendición fuera demasiado grande o demasiado alta a mis ojos para ser alcanzada, déjame oír tu voz que avive mi fe y mi obediencia”.

 

 

 


ACTUALIZACIÓN VIERNES 12 DE AGOSTO DE 2011

 

Hacer la voluntad de Dios

 

es nuestro alimento

 

 

 

Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis

(…) mi alimento es hacer la voluntad del que me envió

y llevar a cabo su obra” (Juan. 4:32, 34)

 

 

 

Recordemos la respuesta de Jesús cuando satanás le tentó en el desierto diciéndola que satisficiera su hambre co0n un milagro:

No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

 

Luego, en las Bienaventuranzas, afirmó:

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.

Y en el versículo que nos precede, el Señor manifiesta que hacer la voluntad del que lo había enviado y cumplir con su obra constituía su alimento.

 

Sabemos que toda criatura debe ser sostenida por medio de alimentos, pues de otro modo muere. Es de la naturaleza de donde se obtienen tales alimentos, que nutren la vida física. Pero también nuestra vida espiritual debe ser sostenida por la vida eterna, que está en Dios...

 

En sus comienzos, la vida es siempre un don, un regalo. Pero su sostén está siempre relacionado con la acción y el crecimiento. De ahí que nuestro cuerpo necesite recibir elementos constitutivos absorbidos y asimilados por nuestro propio sistema, pasando a formar parte de nosotros mismos. Lo mismo ocurre en la vida espiritual; a saber, la vida de Dios actúa y se manifiesta a través de su voluntad, y sólo mediante la apropiación plena y verdadera de esta voluntad, asumiéndola en nuestro sistema, asimilándola totalmente y haciendo que pase a ser parte de nuestro propio ser, la vida puede ser mantenida en nosotros.

 

La vida espiritual es un misterio escondido, pero la voluntad es su expresión concreta, capaz de ser conocida, aceptada o rechazada. Y es que el maná escondido es la voluntad de Dios...

 

Y como la voluntad es el poder divino en acción, no es posible otra manera de asimilar la voluntad divina sino por la acción nuestra, que es hacer la voluntad del Padre. Dicho de otra manera, no es el conocimiento, la admiración o la aprobación de la voluntad de Dios lo que alimenta la vida espiritual, sino el hacerla.

 

Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió”

Otro aspecto a destacar en esta metáfora de la alimentación es que no comemos sólo para mantener nuestra simple existencia, sino que deseamos tener alimento suficiente, en cantidad y en calidad, a fin de conseguir fuerza y vigor para realizar nuestra obra diaria. Igualmente buscamos alimentarnos espiritualmente a fin de ir creciendo y fortaleciéndonos en la fe. Y hacer la voluntad de Dios es el medio seguro de hacerse fuerte. Muchos cristianos, que buscan su fuerza en la oración , en la fe, en las promesas o en la comunión, se quejan de su debilidad porque nunca han descubierto que Cristo se alimentaba haciendo la voluntad del Padre; esto era lo que le proporcionaba la fuerza divina para hacer todo lo que tenía que hacer. Más aún, Jesús consideraba que había sólo una cosa que tenía que hacer en el mundo: cumplir la obra para la cual Dios le había enviado. De este modo, al hacerla, recibía nuevas fuerzas para lo que todavía había qué hacer.

Lo mismo debemos hacer nosotros, apropiarnos del a voluntad de Dios y saber que estamos haciendo lo que Dios quiere que hagamos; estos poderes obran en nosotros y nos dan fuerza celestial.

 

En tercer lugar, debemos constatar que comer es también un placer. Dios nos ha creado de tal forma que la sensación de hambre nos impulsa a buscar alimento y nos hace participar de él como un goce, una fuente de satisfacción:

Bendice al Señor, que llenó tu boca de cosas buenas; para que tu juventud sea renovada como la del águila”.

El satisfizo al alma hambrienta”.

 

Esto implica que no podemos vernos constreñidos a hacer lo recto por la conciencia o el deber, sin que esto nos traiga satisfacción verdadera. Por el contrario, nuestro móvil debe ser el deseo de cumplir la voluntad del Padre y complacerle gozosos.

 

Hay muchos cristianos, enjutos y débiles, que tratan de seguir el ejemplo de Jesús y, con todo, hallan muy poco poder y gozo en ello. ¡Eso les sucede porque no se alimentan de la comida de la que se alimentaba Cristo! Porque la diferencia en la comida hacer vidas diferentes en los que la comen. De ahí que el que come la comida que comía Jesús tenga una vida abundante y esté satisfecho con grosura, mientras que el que come otra cosa, aún cuando sea un alimento bueno, se sienta débil y anémico.

 

Pero, ¿cuál es esa comida de la que se alimentaba el Señor? Ya lo hemos dicho: hacer la voluntad de Dios. Éste es el único alimento con el cual cada hijo de Dios puede prosperar y ser capaz de cumplir la hora que el Padre le ha asignado. Y es también la gloria del Cielo y nuestra gran oración en la Tierra.

 

Si acaso no nos hemos alimentado todavía de esto, hagámoslo ahora, con un cambio de régimen, el cual nos restaurará la salud y hará que la obra de Dios sea nuestro gozo y nuestra vida.

 

Empieza pidiendo en oración al Padre tener hambre de hacer su voluntad. Aunque sólo sea una migaja, al principio, ora para que Dios te muestre su voluntad y te permita hacerla. Entonces, en vez de comer el pan que tú mismo te habías procurado, dirás: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis: la voluntad del Padre que me es mostrada y que ejecuto día tras día”.

 

 

 

 

 

 

 


ACTUALIZACIÓN VIERNES 29 DE JULIO DE 2011

 

 

Cristo, es nuestra vida

 

...Cristo, nuestra vida...” (Col.3:4).

 

 

Cristo se hizo hombre para vivir una vida de confianza en Dios y darnos ejemplo de cómo debemos vivir nosotros de la misma manera. Cuando hubo hecho esto en la tierra, fue al cielo, a fin de poder hacer más que mostrarnos esto: a fin de vivir en nosotros y concedernos esta vida de confianza. Y es que a medida que nosotros comprendemos lo que es la vida de Cristo y cómo pasa a ser nuestra, estamos preparado para desear y pedirle que Él mismo viva en nosotros.

Con frecuencia decimos que deseamos ser como Cristo. Estudiamos los rangos de su carácter, contemplamos sus pisadas y pedimos gracia para ser como Él y, con todo, conseguimos muy poco en este sentido, porque queremos sacar fruto de donde no hay raíz; a saber, realmente queremos comprender lo que significa imitar a Cristo, hemos de ir a lo que constituye la verdadera raíz de su vida delante de Dios...

en el resto del Evangelio hallamos cinco grandes puntos de especial importancia en la vida de Jesús: su nacimiento, su vida en la tierra, su muerte, su resurrección y su ascensión. En ellos tenemos lo que un antiguo escritor ha llamado “el proceso de Jesucristo”, el proceso por medio del cual Él pasó a ser lo que es hoy: nuestro rey glorificado y nuestra vida. Y en todos estos puntos observamos un nexo en común: en ellos se aprecia una actitud de absoluta dependencia, de absoluta confianza y de absoluta entrega al padre por parte de Cristo.

Sin embargo, nosotros, con frecuencia, pensamos que Dios nos ha dado una vida, una vida espiritual, que ahora es nuestra, y de la cual debemos hacernos cargo nosotros mismos. ¡Todo lo contrario! Hemos de aprender a vivir como vivió Jesús:dependiendo constantemente del padre.

Sabemos que Cristo esperaba siempre las instrucciones, las órdenes y la guía de Dios. Todo lo que hacía lo hacía en el nombre del padre: “Ésta es mi comida, hacer la voluntad de mi padre (…) No vine del Cielo del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”(Jn. 5:34; 6:35).

Además, Él, el hijo de Dios, sentía la necesidad de e orar mucho, de hacer bajar la ayuda del Cielo y mantener su vida en comunión con Dios.

Por consiguiente, nosotros, para vivir como Él, hemos de ser consientes en todo momento de que nuestra vida espiritual viene de Dios y de que sólo Él puede sostenerla. Esto es, tenemos un tesoro que nos ha sido dado en este vaso de barro, que somos nosotros: tenemos la luz del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo y tenemos esta vida del hijo de Dios dentro de nosotros, en tanto que vivimos en comunión con Él. De este modo, por medio de Cristo que vive en nosotros, somos capacitados para confiar en Dios como Él confió.

Pero, para ello, si queremos vivir una vida de perfecta confianza en Dios, hemos de rendir nuestra vida y nuestra voluntad al padre, de modo perfecto, hasta la misma muerte, tal y como hizo Jesús en la cruz. De hecho, Jesús vivió cada día con la perspectiva de la cruz, y nosotros, en el poder de su vida victoriosa, siendo hechos conforme a su muerte, hemos de gozarnos cada día en ir con Él a la muerte. Porque es el la tumba del señor que empezó su vida, su fuerza y su gloria y, por ende, la nuestra, si es que acaso queremos la gloria y la vida de Dios en nosotros .

Esta vida de gloria a de nacer en la tumba de la invalidez suma, de nuestra impotencia,deponiendo nuestra voluntad, nuestra sabiduría humana y nuestro pecado...

Así también, vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, señor nuestro” (Ro. 6:11).

Entonces, como Jesús fue levantado de los muertos en la resurrección, por la gracia de Dios, este poder pude obrar y obrará en nosotros. Cristo entregó su vida al padre, y Dios se la devolvió en una vida diez mil veces más gloriosa que la vida terrenal. Él es el “primogénito de entre los muertos”, y por haber entregado la vida que había recibido en su primer nacimiento, Dios le dio vida del segundo nacimiento, en la gloria y en el trono del Cielo. Lo mismo sucederá con todo aquel que de buen grado consienta en separarse d su vida. ¡Que nadie espere vivir una vida recta hasta viva una vida de plena resurrección en el poder de Jesús!

Y finalmente, por haberse humillado, Cristo fue exaltó sobremanera, sentándose en el trono del padre. Al llegar, pues, a esta vida de resurrección, la vida en la fe de Aquel que es uno con nosotros y que está sentado en el trono, nosotros también podemos ser participes de la comunión con Cristo Jesús, quien se halla en la presencia de Dios. Y el santo espirito nos llenará, para obrar en nosotros de una forma que nunca antes hemos conocido.

En definitiva, hemos de descender más a la tumba de Jesús. Hemos de cultivar un sentimiento de impotencia, de dependencia y de nulidad delante de Dios, esperando en Él para que Él pueda obrar en nosotros todo lo que obró en su hijo, hasta que Cristo Jesús pueda vivir su vida en nosotros...

Padre, tú me has hecho partícipe de la naturaleza divina, partícipe de Cristo. Deseo vivir mi vida delante de Ti en la vida de Cristo, que se dio a Ti hasta la muerte, en el poder de su presencia en mi y en su semejanza”.

 


ACTUALIZACIÓN VIERNES 15 DE JULIO DE 2011

 

 

Los estorbos de la fe

 

...luego viene el diablo y quita de sus corazones

la Palabra para que no crean ni se salven” (Lc. 8:!2)

 

 

Con estas palabras, el Señor nos enseña que cuando el diablo está decidido a privar a alguno de la salvación, lo que hace es mantenerlo aparte de la fe. Para ello, le basta con quitar la Palabra de su corazón. Y no le interesa mucho en qué forma particular esto acontece, con tal que pueda arrancar la Palabra del corazón...

 

En algunos casos, esto ocurre por medio de toda clase de pecado e iniquidad, pues sabemos que el amor al pecado no puede estar juntamente con la Palabra; el corazón no puede al mismo tiempo avanzar hacia Dios y alejarse de Dios: lo uno o lo otro tiene que ser echado (véase Mt. 6:24)

 

En otros casos, la Palabra es ahogada por cuidados e inclinaciones mundanas. Así, en vez de inclinar el corazón a la Palabra y sus promesas, la vista se fija en el propio interior, en sus propios sentimientos, su miseria, su debilidad, el esfuerzo para convertirse con sus propios esfuerzos. Con ello, la Palabra queda suelta y se va. O bien, se lee la Palabra, pero superficialmente, sin ningún esfuerzo para entenderla e introducirla en el corazón, a fin de mantenerla allí para que refuerce la fe.

 

Todas y éstas, y más, son las artimañas que utiliza el diablo para apartarnos de la Palabra y robarnos la fe. Sabiendo esto nosotros, no permitamos que nos suceda. “Que la palabra de Cristo habite ricamente en nosotros” (Col. 3;16) Aprendamos a mantenernos firmes de modo humilde y silencioso en la Palabra viva de Dios, y “la Palabra podrá salvar nuestras almas” (Stg. 1:21).

 

En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11).

 

¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (Sal. 119: 97).

 

Ésta es la gran bendición que he tenido: que he guardado tus mandamientos” (Sal. 119: 56).

 

¡Incluso el diablo sabe esto! Que donde habita la Palabra en el corazón, allí hay fe. Entonces, el maligno se retira, como lo hizo delante del “escrito está” de la boca de Jesús. Finalmente, con esta Palabra, y por ella, Dios y su Espíritu vienen del alma.

ACTUALIZACIÓN VIERNES 8 DE JULIO DE 2011

 

 

En este momento

 

...he aquí, ahora, el tiempo favorable;
he aquí, ahora, el día de salvación” (2 Cor. 6:2¨)

 

 

La idea de vivir momento a momento es de capital importancia; se trata de saborear el presente, en vez de vivir pensando en los fracasos del pasado o en las incertidumbres del futuro. De esta manera, aprendemos a permanecer en Cristo de modo continuo, aceptando su compañía ahora: “Estoy en Jesús”.

 

No consiste en un sentimiento, ni es cuestión de crecimiento o fuerza en la vida cristiana: es simplemente que la voluntad en el momento presente desea y consiente en reconocer el lugar que ocupa en su Señor, y aceptarlo ahora. Y es que en esta corta palabra, “ahora”, yace uno del os secretos más profundos de la vida de la fe...

 

Se dice que al terminar una convención sobre la vida espiritual, un ministro de experiencia se levantó y habló diciendo que no sabía si había oído alguna verdad que no hubiera conocido antes, pero que había aprendido que en todo momento tenía el privilegio, fueran cuales fueran las circunstancias que le rodrearan, es decir: “Jesús me salva ahora”. Éste es verdaderamente el secreto del descanso y de la victoria, poder decir con confianza: “Jesús es para mí, en este momento, todo lo que Dios le hizo ser para mí: vida, fuerza y paz”.

 

Sólo debemos, al decirlo, retenerlo quietamente y descansar, y comprender que, en aquel momento, tenemos todo lo que necesitamos. Entonces, cuando nuestra fe se asegura de que pertenecemos y estamos en Cristo, y toma su lugar en Él, que el Padre ha provisto, nuestra alma puede sentirse en paz, establecida: “Ahora permanecemos en Cristo”.

 

No nos esforcemos, pues, por encontrar la manera de tener comunión con Cristo de modo ininterrumpido, sino recordemos que la puerta de entrada es permanecer en Él en el momento presente. Porque en cada circunstancia del día, la voz del Señor nos está llamando: “Permaneced en Mí, ahora”.

 

En la vida de David hay un hermoso incidente que puede ayudarnos a entender esta idea. Esto es, David había sido ungido rey de Judá, pero las otras tribus de Israel eran fieles todavía al hijo de Saúl, Is boset. Entonces, Abner, el capitán jefe de Saúl, decidió dirigir a las tribus de Israel a someterse a David como rey ungido por Dios para toda la nación....

 

Y habló Abner a los ancianos de Israel, diciendo: Hace ya tiempo, procurabais que David fuese rey sobre vosotros. Ahora, pues, hacedlo; porque Jehová ha hablado a David, diciendo: “Por la mano de mi siervo David libraré a mi pueblo Israel de mano de los filisteos y de mano de todos sus enemigos”.)(2 Sam. 3:17 y 18)

 

Abner, como buen estratega, apela a su conocimiento de que era preciso que David gobernara sobre todos antes que el reino continuara dividido y, por consiguiente, vulnerable delante de otras naciones. Pero apela, sobre todo, a la voluntad de Dios y a su promesa de guiar a su pueblo a través de su ungido David.

 

Igualmente, nuestro corazón no debe estar dividido, sino someterse totalmente ahora, en este instante, al Ungido, nuestro Señor Jesucristo, si es que queremos vencer los ataques del enemigo:

 

Tal como habló, desde antiguo, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos aborrecen, para mostrar su misericordia para con nuestros padres y recordar su santo Pacto, el juramento que hizo Abraham nuestro padre: concedernos que, liberados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, en santidad de vida y rectitud de conducta ante sus ojos, todos nuestros días” (Lc. 1: 70-75).

 

Tardará un tiempo hasta que el bendito Señor pueda afianzar su poder y poner en orden las cosas según su voluntad, conquistar a los enemigos y entrenar las huestes a su servicio. Pero hay cosas que deben hacerse en un momento: rendirnos a Jesús a fin de vivir sólo para Él.

Finalmente, cuando empecemos a hacer esto, muy pronto experimentaremos de qué manera la bendición del momento presente pasa al siguiente. No es nada menos que el comienzo de un eterno ahora, el ministerio y la gloria de la eternidad. Por tanto, cristianos, permanezcamos en Cristo ahora.

ACTUALIZACIÓN VIERNES 1 DE JULIO DE 2011

 

 

¿Cómo puede obstaculizarse la

 

bendición?

 

Entonces Jesús dijo a sus discípulos:

Si alguno quiere venir en pos de Mí,

niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame;

porque todo el que quiera salvar su vida,

la perderá; y todo el que pierda su vida

por causa de Mí, la hallará” (Mt. 16:24 y 25)

 

 

Hay muchos que buscan la bendición del Pentecostés con todo su corazón, pero aún así no la hallan. A menudo se pregunta cuál puede ser la causa del fracaso...

 

A veces la solución del problema señala hacia uno u otro pecado que aún está consintiendo: la mundanalidad, la falta de amor, la falta de humildad puede mencionarse con toda certeza. Con todo, hay una causa mayor que nos impide disfrutar de las bendiciones de Dios, y es nuestro propioyo.

 

Cuanto más busque un cristiano ser bendecido de lo Alto, más se dará cuenta del origen donde yace el mal. Él mismo es su propio enemigo; por lo que debe ser liberado de sí mismo. La vida del yo a la cual él se apega debe de llenarle completamente y tener dominio absoluto de su persona.

 

Esto es lo que nos enseña en las palabras del Señor Jesucristo a Pedro, después de que éste pronunciara una gloriosa confesión con respecto a su Señor:

“ Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt. 16:!7).

 

Sin embargo, cuando el Señor comenzó a hablar acerca de su muerte en la cruz, Pedro fue seducido por Satanás y pronunció las desafortunadas palabras:

“Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (vs. 22).

 

Entonces Jesús le dijo que no sólo debía poner su vida, sino que el mismo sacrificio tendría que ser hecho por cada uno de los discípulos. En efecto, cada discípulo debería negarse a sí mismo y tomar su cruz para que pudiera ser crucificado y puesto a muerte. En otras palabras, “el que tratara de salvar su vida la perdería, y aquel que estuviera preparado para perder su vida por Cristo la hallaría” (vs. 25)

 

Y es que Pedro había aprendido a conocer a Cristo como el Hijo de Dios a través del Padre, pero todavía no le conocía como el Crucificado. Aún no sabía nada de la imperiosa necesidad de la cruz. Así puede suceder con el cristiano; a saber, conoce al Señor Jesucristo como su Salvador, desea conocerle aún mejor, pero no entiende que para este fin es indispensable que tenga un más profundo discernimiento de la cruz como la muerte en la cual él mismo debe morir:

“Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (vs. 24)

“Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14: 33)

 

Sólo hay una gran piedra de tropiezo para la bendición del Pentecostés, y yace en el hecho de que dos cosas distintas no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo. Esto es, la vida personal y la vida de Dios no pueden llenar el corazón al mismo tiempo, pues la primera estorba la entrada de la vida de Dios. Sólo cuando vuestra vida es echada fuera, la vida de Dios llena nuestro ser. En tanto el yosiga siendo algo, Cristo no puede llegar a ser el todo. Esta vida personal, nuestro ser individual, está completamente bajo el poder del pecado.

 

La bendición más grande que la criatura puede recibir es ser llenado de Dios. De hecho, ésta es la razón por la cual fuimos creados: diseñados para ser un vaso lleno con la vida y la perfección de Dios. Pero la horrible caía del hombre pervirtió su personalidad fuera de los propósitos de Dios y le hizo complacerse a sí mismo.

 

Esta autoexaltación fue, precisamente, lo que cambió anteriormente a los ángeles en demonios. Este orgullo fue el veneno infernal que la serpiente sopló en el oído y el corazón de Eva. Y a partir de entonces, el ser humano se alejó de Dios para hallar deleite en sí mismo y en el mundo.

 

La única solución que nos queda para volver a gozar del a bendición que nos corresponde como criaturas de Dios es poner nuestra propia vida aparte para dar lugar a la vida de Dios.

 

Éste es el punto donde todos debemos converger. En tanto que un cristiano imagine que en algunas cosas - por ejemplo, lo que come o bebe, cómo administra su dinero, qué palabras utiliza en sus conversaciones, etc. - todavía tiene derecho a seguir sus propios conceptos y deseos, no podrá recibir la bendición del Pentecostés.

 

No obstante, es completamente imposible para el cristiano operar este grandioso cambio por sus propios medios. Más aún, en ningún momento de nuestra vida espiritual la dictadura del yose hace más manifiesta que cuando deseamos conseguir la maravillosa bendición del Pentecostés. Así, mucha gente se esfuerza en apropiarse de dicha bendición y por medio de una gran variedad tentativas, olvidándose de que la voluntad del yonunca puede modificarse a sí misma. Feliz el hombre que llega al conocimiento de su impotencia e incapacidad. Lo que primero se necesita es negarse a sí mismo y no esperar nada de su propia vida y fortaleza, sino más bien rendirse ante la presencia del Señor como alguien que es completamente incompetente y muerto.

 

No fue Pedro el que se preparó a sí mismo para el día del Péntecostés, ni tampoco fue él quien hizo descender la bendición desde los Cielos: fue el Señor quien hizo todo esto por Él. Su parte fue despertar de sí mismo y rendirse a su Señor para que se cumpliera lo que Él había prometido.

 

Finalmente, es la entrega de la fe al Señor en humillación y muerte lo que abre el camino a la maravillosa bendición del Pentecostés. Para este fin, empecemos a mirar la negación de nuestro yocomo la obra más necesaria de cada día. Aborrezcamos la vida de pecado como nuestro peor enemigo y como el peor enemigo de Dios. Luego, comencemos a darnos cuenta de lo que el Señor ha preparado para nosotros, y estemos dispuestos a entregarlo todo por esta perla de gran precio.

 

Permitamos, pues, que todo lo que en nosotros pertenece al yosea sacrificado y contado como pérdida, para dar lugar a su Espíritu. Y no tengamos miedo al fracaso, que es Cristo quien produce esta experiencia en nosotros. Él es quien bautiza con el Espíritu Santo.

ACTUALIZACIÓN VIERNES 17 DE JUNIO DE 2011

 

El cual es vuestra fuerza

 

* Todo poder me es dado en el Cielo y en la Tierra *

 

 

 

No hay verdad admitida de un modo más general entre los cristianos sinceros y, al mismo tiempo más malentendida y abusada, que el de la completa debilidad humana. Pero aquí, otra vez, los pensamientos de Dios están por encima de los nuestros...

 

En ocasiones, los hombres tratan de olvidar su flaqueza; en cambio, Dios quiere que la recordemos, que la sintamos profundamente. Los cristianos quieren vencer su fragilidad, verse libres de ella; por contra, Dios pide que descansemos en ella e incluso que nos gocemos en ella. Los creyentes lamentan sus debilidades; Cristo nos enseña a decir:

 

“De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades” (2Co. 12:9)

 

Y es que los cristianos creen que su flaqueza es el mayor obstáculo que hay en la vida y en el servicio divinos, mientras que Dios nos dice que éste es, precisamente, el secreto de nuestra fuerza y éxito. Si, es en nuestras debilidades, aceptadas con buen ánimo y constantemente tenidas en cuenta, que Dios nos da la oportunidad y el acceso a su fuerza. Como dijo Pablo :

 

“Por lo demás, hermanos míos, robusteceos en el Señor y en el vigor de su fuerza” (Ef. 6:10)

 

“...mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12:9)

 

Cuando nuestro Señor estaba a punto de tomar su asiento en el trono, una de sus últimas palabras fué:

 

“Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra” (Mt. 28:18)

 

La omnipotencia está ahora en las manos de Cristo Jesús, para que, en adelante, a través de los causes de la naturaleza humana, pueda dirigirse tan poderosa energía. De ahí que El uniera a la revelación de lo que iba a recibir, la promesa de que lo compartiría con sus discípulos:

 

“...hasta que seais revestidos de poder de lo alto” (Lc 24:49., Hch 1:8)

 

Por consiguiente, es en el poder del Salvador omnipotente que el creyente debe encontrar su fuerza en la vida y en el trabajo. Fue así con los discípulos. A saber, durante 10 días adoraron y esperaron a los pies del trono; expresaron su fe en Jesús como Salvador, su adoración a El como Señor, su amor como amigo, su lealtad y disposición para hacer su obra como Maestro. Este fue el único objeto de sus pensamientos, amor y deleite. En tal adoración de fe, sus almas crecieron a una intensa comunión con Cristo en el trono. Y cuando estuvieron preparados, llegó el bautismo de poder, que los capacitó para testificar con su vida y sus palabras acerca del Señor invisible.

 

En efecto, el poder vino para establecer el Reino entre ellos, para darles la victoria sobre el pecado y el YO, para equiparles para la experiencia viva de testificar del poder de Dios en el trono, para hacer, en definitiva, que los hombres vivieran en el mundo como santos. De este modo, demostraron al mundo que el Reino de Dios, al cual decían pertenecer, no era de palabra, sino un hecho poderoso. Teniendo el poder de Dios dentro de ellos, tenían poder fuera y alrededor, lo cual se hizo sentir incluso en aquellos que no querían rendirse al mismo (véase Hch 2:43 ; 4:13, 5:13).

 

Y lo que Jesús fue para estos primeros discípulos lo es para nosotros también. Así, el creyente más débil puede estar confiado de pedir ser guardado del pecado, crecer en santidad y llevar mucho fruto, puede contar con que estas peticiones serán cumplidas con poder divino, porque todo lo que procede del trono de Jesús lleva la marca y sello del poder de Dios.

 

Con todo, Cristo no toma la vida endeble que encuentra en nosotros y le inyecta algo de fuerza para aumentar la eficacia de nuestros esfuerzos, como se imaginan muchos creyentes, sino que es dándonos su vida que nos da poder. De hecho, el Santo Espíritu revistió a los discípulos directamente desde el corazón del Señor resurrecto y exaltado, trayéndoles la gloriosa vida del cielo en la cual El había entrado; no fue sustituyendo el sentimiento de debilidad de los discípulos por otro de firmeza. Lo que el Señor hace, de forma sorprendente, es dejar – y aun incrementar- nuestro sentimiento de total impotencia, y al mismo tiempo, hacernos conscientes de nuestra fuerza en Él:

“ Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no nuestra” (2 Co. 4:7).

 

La debilidad y la fuerza están, pues, lado a lado; cuando crece la una, lo mismo hace la otra, hasta que podemos comprender las palabras: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”.

 

El discípulo que cree, aprende a esperar en Cristo en el trono, el Cristo omnipotente, como su vida. Estudia esta vida en su infinita perfección y pureza, en su fuerza y gloria; es la vida eterna residiendo en un hombre glorificado: el Hijo del Hombre. Y cuando piensa en su propia vida interior, suspira por la santidad, anhela vivir agradando a Dios, o desea poder para hacer la obra del Padre; levanta la vista y se regocija en que Cristo sea su vida, porque confía que esta vida obrará portentos de fuerza en él, según necesita. El poder de Cristo es la medida de sus expectativas en las cosas grandes y en las pequeñas, en ser preservado del pecado, momento tras momento, o en la lucha con alguna dificultad especial o tentación. Vive una vida gozosa y feliz, no porque ya no sea débil, sino porque, siéndolo por completo, consiente y espera que el poderoso Salvador obre en él.

 

Las lecciones que estos pensamientos nos enseñan para la vida práctica son simples, pero muy preciosas. La primera es que nuestra fuerza está en Cristo, dispuesta y esperando ser usada. Está ahí en forma de vida; pero esta vida fluirá siempre y cuando encuentre abierto el cauce... De ahí la segunda lección: que el poder fluye en nosotros cuando permanecemos en unión íntima con Cristo.

 

Ante todo, debemos procurar permanecer en el Señor como nuestra fuerza, si es que anhelamos captar la “supereminente grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, confirme a la eficacia de la fuerza del Padre, la cual ejerció en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en lugares celestiales, por encima de todo principado, autoridad, poder y señorío y de todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero” (Ef. 1:19-21).

 

Que nuestra fe consienta en esta disposición bendita y maravillosa. Que nuestra fe salga del yo y entre en la vida de Cristo, colocando todo nuestro ser a disposición suya, para que obre en nosotros. Finalmente, que nuestra fe, por encima de todo, se goce confiadamente en la seguridad de que Dios, con su gran poder, perfeccionará realmente su obra en nosotros. Y así permaneceremos en Cristo, y el Santo Espíritu obrará poderosamente en nosotros, hasta que exclamemos:

Jehová es mi fortaleza y mi canción” (Is. 12:22).

ACTUALIZACIÓN VIERNES 10 DE JUNIO DE 2011

 

El lema de la vida.

 

“¡Tu salvación esperé, oh Jehová!” (Génesis 49:8)

 

No es fácil decir exactamente en qué sentido, en medio de sus profecías con respecto al futuro de sus hijos, usó Jacob estas palabras. Pero, sin duda, indican que tanto él como sus hijos esperaban solamente en Dios; o lo que es lo mismo: era la salvación de Dios lo que esperaban. Una salvación, por cierto, que Dios había prometido y que sólo Él podría obrar.

 

Jacob sabía que tanto él como sus hijos estaban bajo el cuidado de Dios y que Jehová, el Dios eterno, mostraría en ellos su poder.

 

Pero estas palabras señalan también la maravillosa historia de la redención, que no ha concluido todavía, y el glorioso futuro a la eternidad, a la cual conduce. Nos sugieren que no hay más salvación que la salvación de Dios y que esperar esto de Dios, sea en nuestra experiencia personal o en círculos más extensos, es nuestro primer deber y nuestra verdadera bienaventuranza.

 

Pensemos en nosotros mismos y en la gloriosa salvación que Dios ha obrado por nosotros en Cristo y que ahora quiere perfeccionar en nosotros por medio del Espíritu Santo. Meditémoslo hasta que comprendamos que cada participación en su gran salvación, momento tras momento, debe ser la obra de Dios mismo.

 

Y es que Dios no puede separarse de su gracia, de su bondad y de su fuerza como algo externo que nos entrega, como si se tratara de las gotas de lluvia que envía del cielo. No, Él sólo puede dárnoslo, y nosotros podemos disfrutar de ello obrándolo directamente en nosotros de modo incesante.

 

Por consiguiente, la única razón por la que no realiza su bienaventuranza más efectiva y continuamente en nosotros es porque no le dejamos. Más aún, se lo impedimos, sea por nuestra indiferencia o por nuestro esfuerzo propio; dem anera que Él no puede hacer lo que desea.

 

Lo que Dios nos pide, nuestra entrega, obediencia, deseo y confianza, todo ello está comprendido en esta frase: esperar en Él, esperar nuestra salvación de Él. Aquí se combina un sentimiento profundo de total invalidez nuestra para hacer lo que es bueno a los ojos de Dios y nuestra perfecta confianza en que Dios lo hará con su divino poder.

 

Vuelvo a decir que meditemos en la divina gloria del a salvación que Dios quiere obrar en nosotros, hasta que conozcamos las verdades que ello implica. Nuestro corazón es la escena de una operación divina más maravillosa que la creación. No podemos hacer más para realizar esta obra de lo que podemos hacer para crear un mundo, excepto en cuanto a que Dios obra en nosotros el querer y el hacer.

 

En definitiva, Dios sólo nos pide que cedamos, que nos rindamos, que esperemos en Él, para que Él lo haga todo.

 

Meditemos, pues, y estemos quietos, hasta ver cuán recto y bendito es que Dios solo lo haga todo y que nuestra alma quiera postrarse en humildad y decir: <He esperado tu salvación, oh Jehová>.

Entonces, el fondo de todas nuestras oraciones y obras será:

<Verdaderamente mi alma espera en Dios>.

La aplicación de esta verdad a círculos más amplios, a aquellos por los cuales trabajamos y por los cuales intercedemos, a la Iglesia de Cristo que nos rodea, e incluso al mundo en general, no es difícil. Y si bien es cierto que no hay nada bueno excepto lo que Dio sobra, esperar en Dios, tener el corazón lleno de fe en su obra, y en esta fe, orar para que venga su gran poder, ésta es nuestra única sabiduría y nuestra misión...

 

¡Oh, que se nos abran los ojos del corazón para ver a Dios obrando en nosotros y en otros, y para ver cuán bendito es adorar y esperar su salvación!

 

Sí, nuestra oración privada y pública es, finalmente, la expresión principal de nuestra relación con Dios. Es en ella que debe ejercitarse nuestro esperar en Dios. Si nuestro esperar empieza acallando las actividades naturales y quedándonos en silencio ante Dios, si es inclinarse y procurar ver a Dios en su operación universal y todopoderosa, sólo Él capaz de disponer y hacer todo lo bueno, si se rinde a Él en la seguridad de que Él está obrando en nosotros, si queda en el lugar de humildad y quietud y se rinde hasta que el Espíritu de Dios haya avivado la fe en que el Creador perfeccionará su obra, entonces, verdaderamente, nuestra oración pasará a ser la fuerza y el gozo del alma. Y la vida será una exclamación de gozo profundo:

 

 

Tu salvación esperé, oh Jehová.

¡Alma mía, espera sólo en Dios!

ACTUALIZACIÓN VIERNES 03 DE JUNIO DE 2011

 

El Dios de nuestra salvación.

 

Por Andrew Murray

 

 

Todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

 

Solamente en Dios descansa mi alma; de Él viene mi salvación” (Sal. 62:1).

 

Si la salvación viene verdaderamente de Dios y es enteramente obra suya, como le fue nuestra creación, resulta, de modo natural, que nuestro principal deber es esperar en Él para que haga la obra como a Él le agrade.

Esperar pasa a ser, pues, el único camino para llegar a la experiencia de la plena salvación; el único camino, en realidad, de conocer a Dios como el Dios de nuestra salvación. Todas las dificultades que se pueden esperar, impidiéndonos la plena salvación, tienen su origen en esto: el conocimiento y la práctica deficientes de esperar en Dios. Y todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar debido, el lugar que nos corresponde, lo mismo en la creación que en la redención; a saber, el lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

 

Esforcémonos, entonces, por ver cuáles son los elementos que hacen esta espera en Dios bendita y necesaria. A su vez, esto nos ayudará a descubrir las razones por las cuales la gracia es tan poco cultivada y nos hará sentir lo infinitamente deseable que es para la Iglesia, y para nosotros mismos, descifrar este bendito secreto a cualquier precio.

 

La necesidad profunda de este esperar en Dios se halla igualmente en la naturaleza del hombre y en la naturaleza de Dios. Esto es, Dios, como Creador, formó al hombre para que fuera un vaso en el cual Él pudiera manigestar su poder y su bondad. El hombre no había de tener en sí la fuente de su vida, su fuerza, su felicidad, sino que el Dios eterno y viviente había de ser en todo momento quien le comunicara todo lo que necesitaba. La gloria y la bienaventuranza de la Providencia no dependían de sí mismo, sino de Dios que, en su infinita riqueza y anor, se lo otorgaba al hombre. Por su parte, el hombre debía tener el gozo de recibirlo todo, en todo momento de la plenitud de Dios. Éste era el estado de bienaventuranza de la criatura, antes de su caída.

 

Por cuanto tuvo lugar la caída del hombre en el pecado, éste pasó a ser aún más dependiente de Dios, de forma absoluta; pues no podía haber la más pequeña esperanza de recuperación de su estado de muerte, si no en Dios, en su poder y en su misericordia. Así, sólo Dios empezó la obra de la redención; sólo Dios la continuó y la lleva a cabo, en todo momento y en cada creyente individual.

 

E incluso en el ser humano regenerado no hay poder de bondad en sí mismo. ¡No puede ni tiene nada que no haya recibido! Por lo que esperar en Dios le es igualmente indispensable, y debe ser para él algo tan continuo e incesante como respirar.

 

Es precisamente porque los creyentes no conocen bien su relación de absoluta pobreza e invalidez con respecto a Dios, que no tienen sentido de su dependencia absoluta e incesante y de la bienaventuranza inefable de esperar en Dios de modo continuo. Pero una vez un creyente ha empezado a verlo, y conciente en ello, por medio del Espíritu Santo recibe en todo momento lo que Dios obra. Dicho de otra manera, esperar en Dios pasa a ser su esperanza y su gozo. En efecto, al captar cómo Dios, en cuano a Padre lleno de amor infinito, se deleita en impartir su propia naturaleza a su hijo -tan plenamente como este hjo puede aceptarlo- y al comprobar que Dios no se cansa en ningún momento de cuidar de su vida y de fortalecerse, el creyente se maravilla de que hubiera pensado con respecto al Padre de modo distinto al de un Dios en quien esperar constantemetne.

 

En resumen, Dios dando y obrando sin cesar y el hijo incesantemente esperando y recibiendo, ésta es la vida bienaventurada. Ya lo dijo el salmista:

Solamente en Dio descansa mi alma; de Él viene mi salvación”.

 

Es decir, primero esperamos en Dios para recibir la salvación. Luego, sabemos que la salvación es sólo para llevarnos a Dios y enseñarnos a esperar en Él. Y finalmente encontramos que hay algo mejor todavía: que esperar en Dios es en sí mismo la mayor salvación; es darle a Él la gloria de serlo todo y experimentar que Él es el todo en nosotros... ¡Que Dios nos enseñe la bienaventuranza de esperar en Él!

¡Alma mía, espera sólo en Dios!”.

 

Andrew Murray

 


Datos Biográphicos:

 

N. el 9 de mayo de 1928 en Graaff-Reinet (El Cabo, Sudáfrica). Su padre era pastor vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia, que a la vez mantenía estrecha relación con la Iglesia Reformada de Holanda, que contribuyó a revitalizar con su ardoroso espíritu cristiano escocés. Este hombre singular dedicaba las veladas de los viernes a orar por un avivamiento espiritual en Sudáfrica. Se encerraba en su estudio y leía relatos de avivamientos acaecidos en Escocia y otros países. Con frecuencia leía a la familia historias relativas a avivamientos del Espíritu Santo. Sus oraciones y trabajos hallaron respuesta en 1861 cuando un poderoso movimiento espiritual conmovió su congregación. Mucho antes de que se aboliera la esclavitud, Andrew padre, apoyaba las reivindicaciones de los esclavos. En su propio hogar no permitía que una persona negra prestara ningún servicio sin darle primero a él o a ella la libertad y suministrarle un trato justo y buen nivel de vida. Estas iban a ser las dos magníficas incluencias que guiarían la vida y ministerio de Murray hijo: espiritualidad ardiente y acción social; a la que hay que sumarle una tercera: el interés misionero. Por su hogar habían desfilado hoy bien conocidos misioneros escoceses de entonces como Moffat y Livingstone.

 

M. fue enviado por sus padres a estudiar a su natal Escocia a estudiar en la Universidad de Aberdeen. También estudió en la Universidad de Utrecht (Holanda), donde, a los 16 años de edad, experimentó el nuevo nacimiento.

 

En 1848 fue ordenado al ministerio de la Iglesia Reformada de Holanda, cuando sólo contaba 20 años. Pastoreó diversas iglesias sudafricanas en Bloemfontein (1850-60), Worcester (1860-64), Cape Town (1864-71) y Wellington (1871-1906). Su ministerio fue tan bendecido espiritualmente que rápidamente ganó notoriedad y alcanzó puestos de responsabilidad y liderazgo. Durante 50 años dominó la vida de su Iglesia, haciendo de ella una iglesia misionera en Transvaal y Malawai, gracias a su pluma y sus mensajes. Tres de sus hijos se dedicaron a las misiones. En 1877 fundó el Instituto Misionero de Wellington. Apoyó a la Misión General de Sudáfrica.

 

Seis veces fue Moderador de la Asamblea General de su Iglesia.

 

Evangelista fervoroso no cesó toda su vida de alcanzar las poblaciones más olvidadas, como las tribus negras africanas del interior. En más de una ocasión arriesgó su vida para llevarles el mensaje cristiano.

 

En 1877 viajó por primera vez a Estados Unidos. Participó en muchas conferencias de santidad y uniones de oración en Europa y América.

Conservador en teología se opuso al liberalismo. Interesado en la educación teológica de los pastores fundó el Seminario Hugonote en 1874. Autor de más de 250 libros, enfatizó la consagración integral y absoluta a Dios, la oración y la santidad. Durante los últimos 28 años de su vida fue considerado el padre del movimiento Keswick de Sudáfrica. La huella mística de William Law (v.) se refleja en sus obras.

 

Aquejado de una infección en la garganta en 1879 perdió su voz durante casi dos años, de la que fue sanado en el hogar de los Bethsham en Londres. A raíz de esta experiencia creyó que según la Biblia los dones milagrosos del Espíritu no se limitaban únicamente a la Iglesia primitiva. Como otros maestros de santidad y vida victoriosa se refirió al bautismo del Espíritu Santo como una experiencia posterior a la regeneración. Para él, la forma como se es bautizado puede ser muy diferente: una renovación gozosa de la fe, una sensibilidad espiritual especial, una percepción profunda y callada de Dios o una intensa devoción al Señor.

 

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